martes, 17 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 5

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar "gambadas". Espero que os guste.



Día 1
Día 2
Día 3
Día 4

Post Mórtem - Día 5

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.

Día 5

Desperté en la completa oscuridad, llevaba la cara mojada y lo único que escuchaba era un lejano y constante goteo. El pánico se adueñó de mi por un momento, pero poco después la sensatez se impuso para decirme que balbucear palabras incoherentes no me sacaría de allí. Movido por un instinto muy básico encontré a palpas el farol. Había aceite por el suelo, pero confié que se encendería, y así fue. Antes de nada me encendí un cigarro. Miré mi reloj, se había parado a las cuatro, de manera que no sabía cuanto rato llevaba allí abajo medio muerto.

No tenía la más mínima idea de cual era la dirección correcta, me dejé llevar por el azar para terminar frente a un desconcertante obstáculo, una puerta oscura y antigua. Acerqué el farol para verla más detalladamente. Era muy rudimentaria, la madera estaba querada y la forja que la sujetaba herrumbrosa, una curiosidad insana me hizo empujarla, indudablemente no había sido usada en muchas décadas o quizá siglos, pero con un poco de esfuerzo cedió. Lo que encontré allí, sepultado bajo el peso del olvido, no se puede expresar con palabras, no existen para describir tal horror, parecía que de entre las sombras que el farol creaba, los monstruos de mis más oscuras pesadillas tomaban forma.

No sé como, pero cuando volví a la conciencia de mi persona estaba frente a la puerta del sótano de Rebeca, incapaz de recordar nada justo después de abrir la misteriosa puerta hasta ese mismo momento. Subí, aún confuso y algo aturdido a comprobar que Rebeca seguía donde la había dejado, no se había movido un ápice, como es normal en un cadáver. En la cocina vi que el reloj marcaba las ocho y media, entonces llamaron a la puerta.

Dudé en abrir, pero no hacerlo habría supuesto que alguien, desconocido, sospechara y quizá fuera a buscar ayuda ó indagar donde no le llamaban, así que decidido recibí la visita. Era el cartero. El buen hombre me preguntó por Rebeca y le respondí con la ya desgastada excusa de su enfermedad. Me entregó dos sobres, uno de ellos no tenía remitente y el otro figuraba mi amigo Ernesto, éste último lo abrí el primero. Explicaba que llegaría en menos de una semana, también comentaba que se había cruzado con mi mujer unos días atrás, bromeaba sobre mi galantería y que llevara cuidado no me fuera a encorrer con la escopeta el padre de alguna moza comprometida. Por último me incitaba a disfrutar de mis vacaciones y de la vida en el pueblo... pobre infeliz. Seguidamente abrí el otro sobre, me sorprendí al hacerlo, había mucho dinero dentro, dinero inglés, estaba claro que el negocio era lucrativo, incluso bastante más que el mío.

Me senté frente al hogar, en silencio, como no había abierto las contraventanas yacía pensativo entre la penumbra. Entonces emergió aquel sonido que surcaba lastimero el aire. Un sonido que crispó mis nervios y me produjo úlcera. Aquella amalgama de sonidos graves y armónicos representaba todo de lo que quería huir pero me era imposible, las campanas volvían a tocar a muerto. Comencé a marearme, y de vez en cuando me contraía por culpa de las arcadas. Entre forzosas respiraciones me costaba reconocerme a mí mismo, el que en otro tiempo atrás había sido un hombre ambicioso y diligente se había convertido en un tembloroso amasijo de nervios.

Más calmado respiré hondo y me lavé la cara. No sabía que hacer, solo me limitaba a andar erráticamente de un lado para otro, vacilante y asustadizo, no salí de casa, no comí, no habría la boca en todas aquellas horas, y ni siquiera fumé. No había sido consciente de la que se me había venido encima, hasta ese momento, era bien gorda y yo estaba metido hasta las orejas.

Barajé posibilidades. Pegarme un tiro con la escopeta de Rebeca era una, pero no la más seductora. Esconderme hasta que llegara Ernesto, pero no sabía donde y probablemente me encontrarían tarde o temprano, no me quería ni imaginar lo que me haría si descubrieran el pastel, no debían encontrar a Rebeca.

Pagarle un dineral a un campesino para que me llevara a Huesca o Zaragoza, pero necesitaba más tiempo del que disponía para llevar ese plan a cabo, y en el supuesto caso de rechazarme el rumor se extendería rápidamente por el pueblo, y yo estaría muerto. Tampoco quería dejar mi Hispano-Suiza en un pueblo al que no podría volver nunca jamás. Tenía que esperar a Ernesto, y muy a mi pesar debía aguantar el tipo hasta que mi coche estuviera reparado, pero no sabía cuantos días más tendría que ocultar la mentira.

Me limité a limpiar los restos de la sangre de Rebeca y esperar a que se fuera el sol. Anocheció y a lo lejos escuché una campana, la campana de la ermita del cementerio pensé, del cementerio... seguramente la tañía el propio enterrador... ¿sería una señal? Probablemente lo era para indicar a Rebeca que el fiambre estaba preparado para su transporte. Abrí la puerta que conducía a los negros túneles, respiré hondo y recapacité unos segundos antes de adentrarme hacia el mismísimo Hades. Recordé que en mi primer viaje por él, todas las bifurcaciones que cruzábamos continuábamos por la derecha, y no al revés como me había dicho el cabrón del enterrador. Farol en mano y nudo en estómago comencé mi viaje a lo incierto.

Entre la oscuridad, más de una vez dudé de mi memoria, pero siempre escogí el camino a mi diestra, gracias a ello llegué a mi destino. El falso sarcófago estaba abierto, fuera encontré al enterrador esperándome, preguntó por Rebeca, le expliqué que su estado no había mejorado, que su dolencia le producía serias dificultades para moverse y respirar, además no se encontraba consciente en ese preciso momento. Técnicamente no le mentí.

Bajamos el cadáver, que por motivos logísticos estaba atado a una mugrienta tabla, y costosamente lo trasladamos hasta el sótano de Rebeca. Una vez allí, el enterrador volvió sobre sus pasos para vigilar el cementerio y coger el capazo. En cuanto se cerró la puerta tras él respiré aliviado. Metí el cadáver del pobre viejo en uno de los sacos, me senté a fumar un cigarro la llegada de Pepe. Dos caladas después observé horrorizado como el cadáver del viejo se levantaba sobre la mesa de madera. Grité presa del pánico, el cigarro bailó entre mis dedos y me pegué un quemazo en la pierna, cuando volví a mirar el muerto seguía tumbado como lo había dejado después de enfundarlo en su saco, sufrir alucinaciones era lo último que necesitaba en ese momento. Aguardé la llegada de Pepe sin quitarle ojo al saco, por si acaso. Se escuchó la camioneta y llamaron a la puerta.

-¡Hombre Pepe! ¿que tal quió?

-¿Y Rebeca?

-¡Oh si, Rebeca! Pues sigue enferma maño, y no parece mejorar... pobrecita, que gorda la ha cogido, no se si saldrá de esta...

-Voy a subir a verla.

-¡¡NO!! Déjala hombre, déjala descansar.

-Que voy a subir.- Insistió.

-Que te he dicho que no, ¡coño! ¿tu no escuchas cuando te hablan? Además está dormida, déjala descansar en paz... ¡venga, venga! entra la carne y llévate el muerto que está entufando toda la casa.- En realidad no era el del sótano el que olía.

Para mi sorpresa me hizo caso a la primera y sin rechistar, la destartalada camioneta se perdió de nuevo en la noche. Volví al sótano a esperar la siguiente fase del intercambio. Un rato después, que pareció eterno, apareció el farolillo azul y verde en la lejanía del túnel. Volvimos al cementerio, esa vez no quería quedarme viendo como el detestable enterrador volvía a tapar el hoyo, de manera que torné sobre mis pasos, pero cuando me hallaba frente al falso sarcófago, el miedo nubló mi vista y pude sentir como un instinto de supervivencia muy primitivo me subía desde la boca del estómago. Sin pensar siquiera lo que estaba haciendo, cogí una de las palas del enterrador, que estaban apoyadas dentro de la cripta, me deslicé silenciosamente entre las lápidas como la culebra que acecha a una alimaña del campo, y haciendo gala de una frialdad que rozaba la demencia, con un golpe seco desnuqué al enterrador como a un conejo, utilizando su propia pala. Terminé de enterrar los trozos de carne yo mismo y sin cuestionarme la locura que había llevado a cabo arrastré el cadáver del recién fallecido en dirección a los túneles, cegado por la idea de salir vivo del pueblo a cualquier coste, repitiéndome una y otra vez que había hecho lo correcto, que era él o yo. Tiré el cuerpo escaleras abajo, sonó a huesos rompiéndose con el batacazo. Mientras lo arrastraba túnel alante iba pensando en qué podía hacer con él, entonces me acordé del único lugar donde nadie jamás en su sano juicio lo buscaría. Giré a la derecha en la primera bifurcación, el sagrado sótano de la iglesia iba a ser un lugar idóneo para su descanso eterno.

Volvió a rodar escaleras abajo, “ahí tienes lo que te mereces, cabrón” dije para mis adentros. Dejé el farol frente a la puerta y me encendí un cigarro, fueron dos. No me sentía muy animado a entrar, lo único que recordaba de esa misma mañana era que sentí el verdadero terror tal y como no lo había sentido nunca, y el simple hecho de abrir aquella puerta me producía desasosiego y repulsión a partes iguales, pero el temor a que se descubriera lo que había hecho pesaba más en la balanza, tembloroso crucé el umbral.

En efecto nadie iba a buscar allí y desde luego el panorama cruzaba sobradamente las fronteras del morbo más bizarro y enfermizo que un ser humano pueda imaginar. Dónde quisiera que dirigiera la vista había bastos osarios, esparcidos por el suelo hechos pedazos, potros de tortura, atizadores y antiguos braseros que no dejaban mucho a la imaginación, palos, hachas, calaveras abiertas como tarros de conserva, extraños aparatos que prefiero no imaginar su uso, doncellas de hierro y un escapulario sin fin para el deleite y delicias de los más macabros. Arrojé el muerto a una pila de huesos astillados y me alejé de aquel sacrílego lugar todo lo rápido que mis cansadas piernas me permitieron. Ya en casa de Rebeca me dejé caer sin pena ni gloria en una esquina de la cocina, me quedé dormido por el agotamiento.

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