lunes, 9 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 1

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados durante los próximos ídem. Para evitar la lectura equivocada del capítulo incluiré links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar spoilers. Espero que os guste.

Post Mórtem
Por Ismael Guerrero.
Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.


He decidido publicar los siguientes hechos tras las continuas peticiones de amigos y conocidos. Pese que dicho interés roza el acoso, el desencadenante que me ha empujado a escribirlo es la necesidad de descanso de mi conciencia, y para explicar por qué un viaje de placer hizo que mi pelo blanqueciera y mi carácter cambiara radicalmente.

No se molesten en sacar conclusiones precipitadas, les agradecería que no juzgaran muy duramente mis deplorables actos, lo que hice fue seguir un modos operandi muy mecánico en pos de mi propia supervivencia, sin tener opción a elegir, hice lo que me parecía más sensato para conservar mi propia integridad personal, aunque si no hubiera sido por algún golpe de suerte, y quizá no pueda usar una mejor palabra que ‘golpe’, no estaría escribiendo éstas líneas ahora mismo.

Tampoco se molesten en buscar el pueblo o las personas implicadas, ya que como escribió Cervantes ‘De cuyo nombre no quiero acordarme...’, y me he tomado la libertad de cambiar de nombre a los aldeanos implicados para que éstas confidencias no me acarreen problemas futuros. Ahora, sin más dilaciones comenzaré con la historia.

Día 1

Era el verano del veinticinco, después de varias duras semanas de trabajo, tratos, reuniones etc., decidí tomarme unas tranquilas vacaciones. Mi destino sería el Pirineo Aragonés, así que maletas hechas me lancé a la aventura, solo con mi Hispano-Suiza H6B. Mi querida esposa-mueble se quedó en Zaragoza cuidando de mis hijos, y mi socio podía hacerse cargo de la empresa perfectamente durante un par de semanas. La situación era más que propicia para el merecido descanso del guerrero.

Sobre las siete de la mañana cogí la carretera dirección Huesca. El fértil valle del Ebro, colmado de campos y canalizaciones se transformó rápidamente en las secanas llanuras de los Monegros, donde mi vista se perdía en el horizonte, y poco después el paisaje volvió a cambiar, más verde y más arrugado, llegaba a la hoya de Huesca. A medio día llegué a la capital fata, donde comí en un restaurante en el que me tenían bien conocido como cliente habitual. Tras tomarme el café, cigarro y una copa de buen brandy retomé el camino. Pueblecito tras pueblecito se sucedían en la serpenteante carretera, que cada vez más y más la iba engullendo el monte, y a mi con ella. Valles, cañones, acantilados, barrancos y tremebundos pedruscos, cada curva después parecían más oscuros, más húmedos, recordándome que allí los rayos del sol son un bien muy preciado.

Corría ya el tramo final de la tarde, después de una sucesión de varias endiabladas curvas, entre las laderas comenzó a aparecer, tímidamente el pueblo de marras. Era majestuoso, imponente, señorial, mi Hispano-Suiza subía la cuesta que llevaba a la población, muy despacio debido a la precaria calzada, deteriorada por el paso de carros. Yo observaba el rústico asentamiento, anonadado, mesmerizado por las pesadas chimeneas que apuntaban humeantes al cielo, como un enorme bosque en llamas. El olor de la leña quemada en el hogar se mezclaba con el agradable aroma del boj y las exuberantes fragancias de la naturaleza que llegaban sugerentes hasta mi nariz, enmarcando el pueblecito en un hechizado cuadro de fantasía. Encaramado en un picacho y coronado por una robusta e imponente iglesia románica, el pueblo observaba los verdes barrancos y laderas arboladas que lo rodeaba, otorgándole un porte regio.

El hechizo que acechaba sobre mí se rompió rápidamente cuando el lejano rumor del agua y el incesante cantar de los pájaros fue sustituido por un desagradable traqueteo que provenía del motor de mi automóvil. Parecía estar a punto de calarse, así que como intento de recuperar la potencia del mismo reduje marcha y aceleré ligeramente, pero como consecuencia lo que parecía un grito de agonía surgió de debajo del capó y el vehículo empezó a perder velocidad irremediablemente. En última instancia eché el coche al ribazo para no bloquear la vía.

Bajé ciego de rabia, le di un golpe a la chapa y grité algunos improperios que hacían referencia a la escasa habilidad de los franceses para fabricar vehículos... y también me acordé de sus lascivas madres. El único Hispano-Suiza de íntegra fabricación francesa me había dejado tirado. Un denso humo que salía del motor apestando a goma quemada. No me molesté en abrirlo, mis conocimientos de mecánica eran absolutamente nulos. Indignado, continué a pié algunos metros de la empinada cuesta hasta la entrada del pueblo.

El aroma a leña se intensificaba por las adoquinadas calles. El silencio era casi absoluto, y el rechinar de mis zapatos contra el duro empedrado del suelo retumbaba en mis oídos. Las casas, apiñadas las unas contra las otras, dejaban en ocasiones estrechos callejones de un par de palmos que no iban a ninguna parte, otras veces eran más anchos, ó más estrechos y en ocasiones aparecía una calle perpendicular que unía la principal con las paralelas contiguas. Los balcones de madera, algunos dados de sí por el tiempo, sostenían numerosos maceteros de barro colmados de flores. Como ya había oscurecido la mayoría de las contraventanas de recia madera yacían cerradas, aunque a cada paso me sentía observado por dos nuevos ojos, nada fuera de lo habitual en un pueblo no habituado a las visitas de los forasteros.

Inmerso en la redundante idea de encontrar catre para pasar la noche, escuché un motor arrancando en la siguiente bocacalle a la derecha, era una buena señal y la oportunidad de encontrar un mecánico. Me apresuré para ver a que casa pertenecía antes de que marchara. Al girar presto la esquina, pude ver que se trataba de una pequeña camioneta para transporte de comestibles que desapareció por la salida opuesta de la calle.

Se veía luz por las rendijas de las contraventanas, la casa, frente a la que había arrancado la camioneta, rezumaba antigüedad, los enormes y sórdidos bloques de piedra encajaban perfectamente para formar un edificio tan robusto y duradero que nada tenía que envidiar a la arcaica iglesia del pueblo.

Golpeé con fuerza la aldaba. Volví a golpear. A la tercera vez una señora bastante entrada en años salió al bacón -¿Que quiere?- Exclamó malhumorada.

-Buenas noches señora, mi nombre es Javier Flor de Lis y estoy de paso, pero mi coche se ha averiado en la entrada del pueblo, necesito un lugar para dormir.

-Busque otra casa.- Dijo negando mi iniciativa y dándose la vuelta.

-¡Le pagaré cuarenta reales por noche!- Hizo caso omiso. -¡cuarenta y ocho más la comida!- grité en un último y desesperado intento. Poco después empezaron a sonar los cerrojos detrás de la puerta.

-Pase.- Me llevó hasta el hogar, donde quedaban poco más que brasas.

-Gracias amable señora, ¿era su marido el que conducía esa camioneta?

-Eso no l'importa a usted.- Respondió evasiva.

-Presupongo pues que su marido estará ya en el lecho si tiene que trabajar mañana temprano en el campo.

-Soy viuda.- Contestó tajantemente, no fue un buen comienzo.

-Vaya... lo siento, ¿como se llama usted?

-Rebeca me llamó la mía mai. No tiene nada que sentir, el buen Paco lleva ya muchos años en el cielo, el Señor lo quiso así.

-Entonces, ¿Era su hijo el de la camioneta?- Me interesaba saber quien era el dueño y más concretamente si tenía conocimientos de mecánica.

-No tengo hijos.

-Ah... eh... esto...

-No se preocupe, no tiene por qué disculparse.

-Entonces pues, gracias por darme asilo en primer lugar, tenga sus cuarenta y ocho reales,- puse las doce pesetas encima del aparador -se los pagaré diarios si permanezco más noches.- No dudó al cogerlas.

-Entonces pues, Don Javier, viene de Zaragoza, ¿por placer?

-Efectivamente, así es, unas merecidas y ansiadas vacaciones.

-¿Y no está usted casado?- Me preparaba la cena mientras conversábamos.

-Si, lo estoy,- le enseñé el anillo -pero mi... querida esposa se ha quedado en casa cuidando de los críos.

-¡Y tiene zagales!- exclamó -válgame el cielo, los de la capital están locos, cuando mi Paco vivía íbamos juntos a todos sitios.

-Habla usted muy bien, Señora Rebeca, para haberse criado en un pueblo perdido de la mano de Dios.

-Nací en Huesca, en el seno de una familia rica y tuve una educación decente.- Alegó.

-¿Como se gana el pan, Doña Rebeca?- Pregunté curioso.

-A la muerte de mi marido heredé las tierras y algunas reses, ahora exporto carne bobina a Cataluña y Pamplona, está bastante bien pagada, y el que conducía la camioneta era mi socio transportista, ya que tiene usted tanto interés en saberlo.- Puso un plato con dos enormes huevos fritos y un mendrugo de pan sobre el aparador. -El pan es de ayer.- Añadió. -Y usted a que se dedica pues ¿Don Javier?

-Soy empresario.

-¡Empresario! tiene guasa, ¿que tipo de empresario?

-De los que ganan muchas perras gordas,- respondí cínico -no me gusta hablar de mis negocios, y mucho menos estando de descanso, ¡comprenderá usted!

-En este pueblo no son bien recibidos los forasteros- comentó dándole un nuevo giro a la conversación.

-Eso no me preocupa Doña Rebeca, ¿Hay mecánico en el pueblo?

-¿Mecánico? los mecánicos no arreglan las bestias de tiro.

-Pero la camioneta...

-Ese mozé es de Zaragoza, el mecánico más cercano lo encontrará allí.- De hecho el mecánico al que se refería era amigo mío.

-Tendré que enviarle una carta pues.- Le devolví el plato vacío.

-Don Javier es hora de que usted marche a dormir, venga por aquí.- Me llevó escaleras arriba hasta la que sería mi habitación.

-Duerma y descanse, mañana lo llamaré temprano para que pueda enviar la carta antes de que salga el cartero. En el armario hay ropa de mi marido, puede usarla si le place. Buenas noches.- Se dio la vuelta y marchó.

Le di un repaso a la habitación, ningún lujo, estaba claro, pero era mejor que dormir en el coche, pese a que los muebles estaban querados y necesitaban una buena capa de barniz. Me puse un pijama con olor a rancio y alcanfor, me fumé un cigarro y me eché a dormir.


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1 comentarios:

Campanuca dijo...

me ha gustado mucho, por un momento pense estar
hay,no me hubiera importado estar alli

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