miércoles, 18 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 6

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar “lecturas equivocadas”. Espero que os guste.


Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Día 5

Post Mórtem - Día 6

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.



Me despertaron unos fortísimos golpes en la puerta. Me levanté todo lo rápido que mis entumecidos músculos me permitieron e instintivamente corrí escaleras arriba, dando tumbos, para coger la escopeta de Rebeca. Me podría haber limitado a abrir la puerta y darle una cordial bienvenida al visitante, pero en mi enajenada mente solo podía cavilar que Pepe venía en mi búsqueda para matarme. Quité los cerrojos y comencé a abrir la puerta muy lentamente, escopeta en mano sutilmente oculta detrás de la puerta. Al abrir la puerta el sol me hacía daño en los ojos, la silueta de un hombre robusto con un puro en la boca comenzó a dibujarse a contra luz.

-¡Javier! ¡Joder Javier!

-¿Ernesto?- dije confuso y entrecerrando los ojos -¡Ernesto!

-¡Joder Javier! pero que facha llevas- en efecto los últimos días no me había hecho justicia -¡despeinado y sin afeitar! no te reconozco Javier.- Soltó algunas inocentes carcajadas a mi costa, aproveché para dejar la escopeta disimuladamente detrás de la puerta. El pobre Ernesto aún se estaba riendo cuando lo cogí violentamente del cuello de la camisa y le dije amenazante que íbamos a arreglar mi coche en ese preciso momento, sorprendido reprochó -¿Que pasa Javier no te dan de comer? Que genio maño, encima de que vengo de propio...- Le expliqué que cuando llegáramos a Zaragoza le aclararía todo, pero que no disponíamos de tiempo y no le podía decir por qué. Lo cogí de la americana y lo arrastré camino al coche mientras ponía en entredicho mi cordura, y en efecto no se equivocaba, las críticas experiencias que había vivido los últimos días habían hecho que me saliera de mis cabales.

Llegamos a mi coche, Ernesto había dejado su camioneta en el pequeño prado que precedía al pueblo.

-Ahí lo tienes, venga, arréglalo ya.- Le achuché zarandeándolo de un brazo, Ernesto me miró disgustado y abrió el capó.

-Es la correa de la distribución- explicó -la has quemado.

-¡Tu solo dime si puedes arreglarla, joder!

-Si, si que puedo- dijo claramente malhumorado - y cálmate o te soltaré dos ostias consagradas- añadió antes de ponerse manos a la obra. Mientras tanto yo miraba nerviosos en todas las direcciones, con la molesta y continua sensación de que iba a ser descubierto de un momento a otro, la paranoia se estaba cebando en mi.

-Ya está, arreglado ¿te has tranquilizado ya?

-No hasta que estemos en Zaragoza- increpé -vamos a probar a ver si arranca.

-Arrancará.- Dijo Ernesto seguro de su trabajo. Me senté en el asiento del conductor y busque en mis bolsillos.

-¿Que pasa?- Preguntó Ernesto.

-Joder.- Seguí rebuscando.

-¿Las llaves verdad?

-¡Si joder! ¡las llaves, las putas llaves! ¡me he dejado las llaves!

-Pues tendrás que ir a buscarlas.- Dijo Ernesto con toda la pachorra del mundo, defecto que lo definía muy bien.

-¡Si copón!- le aticé un golpe al salpicadero -Espérame en tu furgoneta.

Estaba de vuelta en casa de Rebeca, deseando con todas mis fuerzas que fuera la última vez. Me acordé de su sensata sugerencia, cuando dijo que buscara otra casa donde alojarme, ojala no le hubiera insistido tanto para quedarme a la difunta vieja. En la cocina no estaban, así que subí al piso de arriba, la atmósfera que se respiraba era descriptible de muchas maneras excepto agradable. Comencé a rebuscar por el que había sido mi temporal dormitorio, mientras empecé a poner todo patas arriba buscando las llaves escuché el motor de una camioneta en la puerta. Estaba demasiado ocupado buscando, lo único que me ataba en aquel infierno era un minúsculo trocico de metal que no encontraba por ninguna parte, “Joder que huevos tiene el Ernesto” pensé “mira que le dije que me esperara junto a la camioneta”. Oí como la puerta se abría de golpe y unos pies de paso firme subían la escalera -Joder Ernesto- grité -te dije que me esperaras coño, eres durico de mollera ¿eh?- Encontré las llaves en el bolsillo de un pantalón -¡Aquí están! ya podemos irnos de este maldito pueblucho dejado de la mano de D....- me di la vuelta para encontrarme a Pepe mirándome confuso desde el pasillo, sin decir nada entró a la habitación de Rebeca.

El corazón se me encogió dentro del pecho, estaba a punto de ser descubierto. De dos zancadas salí al pasillo y de un brinco bajé las escaleras, aterrizando de morros en la planta de abajo -¡Hijo de puta!- gritó Pepe desde la habitación de la difunta, me di cuenta de que si no reaccionaba el siguiente cadáver iba a ser yo. Escupí dos dientes y algo de sangre ya que el batacazo había sido morrocotudo, me agarré a lo primero que pude para levantarme con el impulso y corrí, corrí todo lo que me fue posible calle abajo, esbarizándome en las esquinas, mis mocasines no estaban hechos para esos trotes. Bajé por una callejuela que desembocaba al prado donde estaba Ernesto, que permanecía apoyado en su camioneta dándole caladas al puro, me abalancé sobre él, jadeante, casi echando el corazón por la boca y entre sollozos lo zarandeé gritándole que nos fuéramos, que venían a matarme. Ernesto me interrogó confuso pidiendo explicaciones de las estupideces que le estaba diciendo, asegurando que me había vuelto loco, pero mientras me preguntaba tonterías ví unos metros más allá como Pepe disparaba la escopeta, y la sangre de Ernesto me salpicó por la cara, derrumbándose a mis pies con la mirada vacía e interrogante. Pepe cargó otros dos cartuchos en la escopeta. Arranque a correr como un poseso, cagado de miedo, literalmente, no miré hacia atrás, sentía que en cualquier momento Pepe iba a disparar y hacerme más agujeros que a una rasera.

De un salto subí al coche. Bombeé la gasolina, puse la llave, abrí la válvula del aire, todo ello mientras repetía sin cesar “arranca gabacho bastado”. Escuché el estruendo de la escopeta justo antes de ver como uno de los faros del coche volaba por los aires, desesperadamente pisé el acelerador a fondo pero el coche no se ponía en marcha, justo a tiempo para ver como Pepe me encañonaba decidido a disparar, el final que jamás hubiera imaginado para mis vacaciones.

Observados por las eternas montañas que nos rodeaban pude ver como los huecos cañones de la escopeta formaban dos círculos perfectos, negros como la muerte que me esperaba, alea jacta est pensé, y cerré los ojos aceptando mi final. Pero no fue un disparo lo que escuché sino un golpe seco, seguido de un grito ahogado. Abrí los ojos pensando que había ocurrido un milagro, y me encontré a Dionisio, mi estúpido ángel de la guarda con un pedrusco ensangrentado en la mano, Pepe gemía de dolor en el suelo, agonizante luchando por recuperar la escopeta. Durante unos segundos permanecí paralizado, estupefacto, había vuelto a nacer por una segunda vez, reaccioné, pisé el acelerador mientras giraba el contacto compulsivamente, el coche arrancó. Brinqué el ribazo contrario para dar la vuelta y cuesta abajo aceleré todo lo que pude para alejarme lo antes posible del endemoniado pueblo, escuché otro tiro de escopeta antes de de desaparecer para siempre en la siguiente curva. No sé que ocurrió, solo espero que Dionisio esté bien, no pienso volver para comprobarlo.

Mi vida ha cambiado mucho desde aquellos oscuros días, estar tan cerca de la muerte en varias ocasiones me ha enseñado a valorar más las cosas importantes de la vida. Dejé mis poco honestos negocios, aunque no estaban relacionados con el trafico de cadáveres, Dios me libre, no me sentía nada orgulloso de ellos, porque de limpios tenían tanto como los de Rebeca. Vendí mi Hispano-Suiza y la mansión de Benicassim. Mi esposa... pensó que me había vuelto loco y me abandonó en busca de otro ricachón que le solucionara la vida, yo no he tenido tanta suerte como Rebeca en el matrimonio, que le vamos a hacer. Mis amistades, por quien he escrito éstas líneas, se de buena tinta que me critican a mis espaldas, me llaman loco y comentan en sus reuniones, a las que han dejado de invitarme, que he perdido la razón.

Como broche final añadiré, aclarando todo éste embrollo, que no he hecho públicos éstas memorias para que descansara mi conciencia sino para dejar claro a los que se hacen llamar amigos míos que no saben lo que es la amistad, y en consecuencia no deseo volver a saber más de ellos.

Muchas gracias por su lectura.



~FIN~

martes, 17 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 5

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar "gambadas". Espero que os guste.



Día 1
Día 2
Día 3
Día 4

Post Mórtem - Día 5

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.

Día 5

Desperté en la completa oscuridad, llevaba la cara mojada y lo único que escuchaba era un lejano y constante goteo. El pánico se adueñó de mi por un momento, pero poco después la sensatez se impuso para decirme que balbucear palabras incoherentes no me sacaría de allí. Movido por un instinto muy básico encontré a palpas el farol. Había aceite por el suelo, pero confié que se encendería, y así fue. Antes de nada me encendí un cigarro. Miré mi reloj, se había parado a las cuatro, de manera que no sabía cuanto rato llevaba allí abajo medio muerto.

No tenía la más mínima idea de cual era la dirección correcta, me dejé llevar por el azar para terminar frente a un desconcertante obstáculo, una puerta oscura y antigua. Acerqué el farol para verla más detalladamente. Era muy rudimentaria, la madera estaba querada y la forja que la sujetaba herrumbrosa, una curiosidad insana me hizo empujarla, indudablemente no había sido usada en muchas décadas o quizá siglos, pero con un poco de esfuerzo cedió. Lo que encontré allí, sepultado bajo el peso del olvido, no se puede expresar con palabras, no existen para describir tal horror, parecía que de entre las sombras que el farol creaba, los monstruos de mis más oscuras pesadillas tomaban forma.

No sé como, pero cuando volví a la conciencia de mi persona estaba frente a la puerta del sótano de Rebeca, incapaz de recordar nada justo después de abrir la misteriosa puerta hasta ese mismo momento. Subí, aún confuso y algo aturdido a comprobar que Rebeca seguía donde la había dejado, no se había movido un ápice, como es normal en un cadáver. En la cocina vi que el reloj marcaba las ocho y media, entonces llamaron a la puerta.

Dudé en abrir, pero no hacerlo habría supuesto que alguien, desconocido, sospechara y quizá fuera a buscar ayuda ó indagar donde no le llamaban, así que decidido recibí la visita. Era el cartero. El buen hombre me preguntó por Rebeca y le respondí con la ya desgastada excusa de su enfermedad. Me entregó dos sobres, uno de ellos no tenía remitente y el otro figuraba mi amigo Ernesto, éste último lo abrí el primero. Explicaba que llegaría en menos de una semana, también comentaba que se había cruzado con mi mujer unos días atrás, bromeaba sobre mi galantería y que llevara cuidado no me fuera a encorrer con la escopeta el padre de alguna moza comprometida. Por último me incitaba a disfrutar de mis vacaciones y de la vida en el pueblo... pobre infeliz. Seguidamente abrí el otro sobre, me sorprendí al hacerlo, había mucho dinero dentro, dinero inglés, estaba claro que el negocio era lucrativo, incluso bastante más que el mío.

Me senté frente al hogar, en silencio, como no había abierto las contraventanas yacía pensativo entre la penumbra. Entonces emergió aquel sonido que surcaba lastimero el aire. Un sonido que crispó mis nervios y me produjo úlcera. Aquella amalgama de sonidos graves y armónicos representaba todo de lo que quería huir pero me era imposible, las campanas volvían a tocar a muerto. Comencé a marearme, y de vez en cuando me contraía por culpa de las arcadas. Entre forzosas respiraciones me costaba reconocerme a mí mismo, el que en otro tiempo atrás había sido un hombre ambicioso y diligente se había convertido en un tembloroso amasijo de nervios.

Más calmado respiré hondo y me lavé la cara. No sabía que hacer, solo me limitaba a andar erráticamente de un lado para otro, vacilante y asustadizo, no salí de casa, no comí, no habría la boca en todas aquellas horas, y ni siquiera fumé. No había sido consciente de la que se me había venido encima, hasta ese momento, era bien gorda y yo estaba metido hasta las orejas.

Barajé posibilidades. Pegarme un tiro con la escopeta de Rebeca era una, pero no la más seductora. Esconderme hasta que llegara Ernesto, pero no sabía donde y probablemente me encontrarían tarde o temprano, no me quería ni imaginar lo que me haría si descubrieran el pastel, no debían encontrar a Rebeca.

Pagarle un dineral a un campesino para que me llevara a Huesca o Zaragoza, pero necesitaba más tiempo del que disponía para llevar ese plan a cabo, y en el supuesto caso de rechazarme el rumor se extendería rápidamente por el pueblo, y yo estaría muerto. Tampoco quería dejar mi Hispano-Suiza en un pueblo al que no podría volver nunca jamás. Tenía que esperar a Ernesto, y muy a mi pesar debía aguantar el tipo hasta que mi coche estuviera reparado, pero no sabía cuantos días más tendría que ocultar la mentira.

Me limité a limpiar los restos de la sangre de Rebeca y esperar a que se fuera el sol. Anocheció y a lo lejos escuché una campana, la campana de la ermita del cementerio pensé, del cementerio... seguramente la tañía el propio enterrador... ¿sería una señal? Probablemente lo era para indicar a Rebeca que el fiambre estaba preparado para su transporte. Abrí la puerta que conducía a los negros túneles, respiré hondo y recapacité unos segundos antes de adentrarme hacia el mismísimo Hades. Recordé que en mi primer viaje por él, todas las bifurcaciones que cruzábamos continuábamos por la derecha, y no al revés como me había dicho el cabrón del enterrador. Farol en mano y nudo en estómago comencé mi viaje a lo incierto.

Entre la oscuridad, más de una vez dudé de mi memoria, pero siempre escogí el camino a mi diestra, gracias a ello llegué a mi destino. El falso sarcófago estaba abierto, fuera encontré al enterrador esperándome, preguntó por Rebeca, le expliqué que su estado no había mejorado, que su dolencia le producía serias dificultades para moverse y respirar, además no se encontraba consciente en ese preciso momento. Técnicamente no le mentí.

Bajamos el cadáver, que por motivos logísticos estaba atado a una mugrienta tabla, y costosamente lo trasladamos hasta el sótano de Rebeca. Una vez allí, el enterrador volvió sobre sus pasos para vigilar el cementerio y coger el capazo. En cuanto se cerró la puerta tras él respiré aliviado. Metí el cadáver del pobre viejo en uno de los sacos, me senté a fumar un cigarro la llegada de Pepe. Dos caladas después observé horrorizado como el cadáver del viejo se levantaba sobre la mesa de madera. Grité presa del pánico, el cigarro bailó entre mis dedos y me pegué un quemazo en la pierna, cuando volví a mirar el muerto seguía tumbado como lo había dejado después de enfundarlo en su saco, sufrir alucinaciones era lo último que necesitaba en ese momento. Aguardé la llegada de Pepe sin quitarle ojo al saco, por si acaso. Se escuchó la camioneta y llamaron a la puerta.

-¡Hombre Pepe! ¿que tal quió?

-¿Y Rebeca?

-¡Oh si, Rebeca! Pues sigue enferma maño, y no parece mejorar... pobrecita, que gorda la ha cogido, no se si saldrá de esta...

-Voy a subir a verla.

-¡¡NO!! Déjala hombre, déjala descansar.

-Que voy a subir.- Insistió.

-Que te he dicho que no, ¡coño! ¿tu no escuchas cuando te hablan? Además está dormida, déjala descansar en paz... ¡venga, venga! entra la carne y llévate el muerto que está entufando toda la casa.- En realidad no era el del sótano el que olía.

Para mi sorpresa me hizo caso a la primera y sin rechistar, la destartalada camioneta se perdió de nuevo en la noche. Volví al sótano a esperar la siguiente fase del intercambio. Un rato después, que pareció eterno, apareció el farolillo azul y verde en la lejanía del túnel. Volvimos al cementerio, esa vez no quería quedarme viendo como el detestable enterrador volvía a tapar el hoyo, de manera que torné sobre mis pasos, pero cuando me hallaba frente al falso sarcófago, el miedo nubló mi vista y pude sentir como un instinto de supervivencia muy primitivo me subía desde la boca del estómago. Sin pensar siquiera lo que estaba haciendo, cogí una de las palas del enterrador, que estaban apoyadas dentro de la cripta, me deslicé silenciosamente entre las lápidas como la culebra que acecha a una alimaña del campo, y haciendo gala de una frialdad que rozaba la demencia, con un golpe seco desnuqué al enterrador como a un conejo, utilizando su propia pala. Terminé de enterrar los trozos de carne yo mismo y sin cuestionarme la locura que había llevado a cabo arrastré el cadáver del recién fallecido en dirección a los túneles, cegado por la idea de salir vivo del pueblo a cualquier coste, repitiéndome una y otra vez que había hecho lo correcto, que era él o yo. Tiré el cuerpo escaleras abajo, sonó a huesos rompiéndose con el batacazo. Mientras lo arrastraba túnel alante iba pensando en qué podía hacer con él, entonces me acordé del único lugar donde nadie jamás en su sano juicio lo buscaría. Giré a la derecha en la primera bifurcación, el sagrado sótano de la iglesia iba a ser un lugar idóneo para su descanso eterno.

Volvió a rodar escaleras abajo, “ahí tienes lo que te mereces, cabrón” dije para mis adentros. Dejé el farol frente a la puerta y me encendí un cigarro, fueron dos. No me sentía muy animado a entrar, lo único que recordaba de esa misma mañana era que sentí el verdadero terror tal y como no lo había sentido nunca, y el simple hecho de abrir aquella puerta me producía desasosiego y repulsión a partes iguales, pero el temor a que se descubriera lo que había hecho pesaba más en la balanza, tembloroso crucé el umbral.

En efecto nadie iba a buscar allí y desde luego el panorama cruzaba sobradamente las fronteras del morbo más bizarro y enfermizo que un ser humano pueda imaginar. Dónde quisiera que dirigiera la vista había bastos osarios, esparcidos por el suelo hechos pedazos, potros de tortura, atizadores y antiguos braseros que no dejaban mucho a la imaginación, palos, hachas, calaveras abiertas como tarros de conserva, extraños aparatos que prefiero no imaginar su uso, doncellas de hierro y un escapulario sin fin para el deleite y delicias de los más macabros. Arrojé el muerto a una pila de huesos astillados y me alejé de aquel sacrílego lugar todo lo rápido que mis cansadas piernas me permitieron. Ya en casa de Rebeca me dejé caer sin pena ni gloria en una esquina de la cocina, me quedé dormido por el agotamiento.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 4

Disculpas por la demora, estuve falto de tiempo y ganas.

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar spoilers. Espero que os guste.



Día 1
Día 2
Día 3

Post Mórtem - Día 4

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.


Día 4

Otra madrugada más y otro desayuno nada que ver con el triste café que acostumbro a tomar en Zaragoza. Rebeca me afirmó que esa misma mañana enterraban a Jacinto, el hijo del herrero, tal y como me había dicho el día anterior. A media mañana las campanas estaban tocando a muerto. Llegó la hora de comer y me recibió una parrillada de costillas asadas. Entrada la tarde dejé a Rebeca en sus labores y marché al bar donde esperaba ver a mi tonto amigo Dionisio y al reservado Tirso, el camarero. Conforme caminaba hacia el bareto rememoré la profecía sobre mi muerte que según Dionisio ocurriría esa misma noche.

Entré al sórdido establecimiento, saludé a Tirso con la mano y me senté al lado de Dionisio. Me dio la bienvenida con un efusivo zarandeo que me descolocó ligeramente.

-Hola Dionisio, parece que te alegras de verme.

-Si ¡si! Javier me'n trata bien.

-Claro, somos amigos ¿no?

Si si! Javier ye a mio amigo, ¡o mio único amigo!- me pareció deprimente, pero tampoco me importaba que el pobre tonto se ilusionara, incluso me hizo sentir bien tener una amistad no nacida del dinero.

-Oye Dionisio, ¿aún crees que voy a morir ésta noche?

-¡Si si! Javier bi'ha morir ista nuei, yo l'he beyido, l'he beyido'n suenios, pero no me fa goyo porque Javier ye amigo de yo.

-Créeme cuando te digo, amigo Dionisio, que a mi me hace incluso menos gracia que a ti ¿sabes a caso como moriré?- Mi indagación comenzaba a alcanzar un morbo enfermizo, pero tenia curiosidad por sus elucubraciones.

-¡Te matarán!- Gritó haciendo dar un brinco tanto a Tirso como a mi.

-Tranquilo Dionisio, ¿como es eso de que me matarán?- Me lo tomaba un poco a guasa, pero siempre quedaba ese pequeño poso de hiel que me hacia darle vueltas a la cabeza.

-Os muertos, os muertos que lebantar se estoi que matarán a Javier.

-¿Los muertos que se levantan? Pero Dionisio, eso carece completamente de sentido.

-No, ¡no! Yo l'he beyido'n suenios, os muertos matarán a Javier...

-¡Bueno! si tu amigo mío lo dices te creeré.- Se lo dije por llevarle la corriente pero a él se le llenaron los ojos de alegría, probablemente yo era el único hasta la fecha que le había hecho caso y decía creerle, sin darme cuenta me había ganado el más fiel aliado que podría haber tenido nunca, aunque fuera tonto perdido.

Esa tarde volví temprano a casa de Rebeca, le saludé y comenté que estaba demasiado cansado, sin tomarme la cena me fui directamente a dormir. Estaba agotado, o eso había creído yo. Pasaba el tiempo, los segundos parecían minutos y los minutos horas. No podía cerrar los ojos, y las irracionales palabras de Dionisio retumbaban una y otra vez dentro de mi cabeza.

¡Un golpe! Me pareció escuchar un golpe en el piso de abajo, imaginaciones mías pensé. Otro golpe más, ese ultimo había sido real, estaba seguro de ello, luego un sonido uniforme, como si arrastraran algo, o se arrastrara alguien... ¡o algo! Me preocupé por Rebeca, aunque también recordé sus historias de fantasmas y los supuestos ruidos que se a veces se escuchaban en la casa. No sabía lo que estaba ocurriendo, hecho que aún atacaba más a mis desgastados nervios. “Eres un hombre” pensé “demuestra que lo eres”, una vez puse mi virilidad en entredicho me armé de valor, cogí la lámpara de aceite y salí al pasillo.

Solo encontré oscuridad y nada más que las sombras que proyectaba la lumbre. Comprobé la habitación de Rebeca, la puerta yacía abierta y ella no estaba, temí por la seguridad de Rebeca, quizá habían entrado a robar y habían desnucado a la pobre mujer. Paré frente las escaleras, no se veía luz abajo, respiré hondo y bajé decidido. En la cocina nada, ni ladrones, ni fantasmas, ni Rebeca, ni muertos que quisieran matarme, pero aunque la casa a primera vista parecía vacía, “por si los muertos” cogí el atizador para blandirlo como improvisada arma. Tuve la idea de que los misteriosos ruidos podían provenir de la calle, ocurrencia que sin saberlo me iba a salvar la vida.

La puerta estaba cerrada, abrí los tres cerrojos y salí atizador en alto, no encontré mas que el silencio de la noche, no había marcas o pistas que pudieran justificar los ruidos que había oído desde la cama y además empezaba a gotear. Volví a entrar, preocupado por la desaparición de Rebeca y sin percatarme que me olvidaba la puerta abierta. ¡Otro golpe! Pero la casa estaba vacía... Quise recordar, como si me lo hubieran susurrado al oído, que Rebeca había nombrado de soslayo algo sobre unos túneles que recorrían el pueblo subterráneamente, aunque no tenía constancia de ello, di por sentado que había una gran probabilidad de que la casa tuviera sótano. Por el rabillo del ojo, vi de casualidad un hilillo de luz en el lateral de la escalera, había encontrado la puerta que conducía a mis miedos. Lo que buscaba estaba escondido en el sótano, de ello no cabía duda, me planté en la puerta que suponía que bajaba a éste. Paralizado, observando cómo una tenue luz se escurría por la rendija de la puertezuela. Probablemente fueron segundos, pero a mi me parecieron siglos. Tras reaccionar levanté el atizador y empujé lentamente la puerta. Comencé a bajar hacia lo que pensaba que era mi profética muerte. Las viciadas escaleras parecían resbaladizas, y el conjunto con la tosca pared de piedra parecía incluso más antiguo que la propia casa.

Temblaba de frío, o de miedo, o quizá de los dos. El corazón me latía con tanta fuerza que pensaba me iba a dar un infarto. Miles de ideas se pasaron por mi seso conforme bajaba, creía que iba a encontrar una jauría de muertos reanimados, como los que cita un tal Lovecraft en sus cuentos, devorando a Rebeca, ó cualquier escena desagradablemente bizarra colmada de sangre y vísceras... nada más bajar el último escalón y ver el panorama, aterrorizado dejé caer el atizador.

Me podría haber encontrado cualquier excentricidad, fantasmas, seres del abismo bailando claquet ó incluso al mismo Primo de Rivera, pero no lo que hallé, una estampa que me aterrorizó incluso más que todos los cadáveres resucitados del mundo. Rebeca, que aunque por medio de una sustancial suma de dinero, me había proporcionado un catre para dormir, prestado la ropa de su difunto marido y alimentado con todo el cariño del mundo como al hijo que nunca tuvo, me estaba encañonando con una escopeta de caza, junto a ella y sobre una antiquísima mesa de tortura yacía el cadáver de un hombre joven.

-Si cuando dije que los de la ciudad estaban locos, tenía razón, ¿quien le manda a usted bajar aquí abajo?- Blanco, boquiabierto y enmudecido no fui capaz de decir nada.

-Pronto llegará Pepe, disfrute de sus últimos momentos de vida, yo no me voy a manchar las manos matándole, no soy un monstruo, esto solo es un negocio.

Conseguí reaccionar -¿Monstruo? un maldito demonio diría yo.- Se rió malévolamente. -¡Dios mío, como pude estar tan ciego!- Grité convencido de lo que decía -¡Usted es la desaparecida mujer del alguacil! ¡Y exhuma éstos cadáveres para sus satánicos rituales de brujería y retrasar su muerte!- Soltó una espontánea carcajada.

-Aún será verdad que está tan loco como para creerse los cuentos de fantasmas, solo los usamos para asustar a los curiosos, exhumo esos cadáveres para venderlos de estraperlo a científicos extranjeros que quieren saltarse las normas morales.- Tenía más lógica que mi deducción.

-¡Y vuelve a enterrar los féretros vacíos!

-No, en absoluto, metemos dentro la carne de vaca que nos sobra.

-Me decepciona Rebeca, me esperaba más de usted...- dije con afán de atacar a su conciencia, pero me acalló metiéndome el cañón de la escopeta en la boca.

Me sujetó por las muñecas con unos grilletes que colgaban de la pared, obviamente no estaban allí para fines decorativos.

-¿Todo esto pertenecía al alguacil de su historia? todas las historias poseen un fondo real.

-Que me sé yo... solo es una leyenda, pero si esto le da miedo es porque no ha visto usted el sótano de la iglesia- soltó una risita de complicidad -locuras de juventud- añadió con cierto aire melancólico.

-Jacinto- dijo mirando al cadáver -vigílalo que no se mueva.- Y volvió a emitir la diablesca risa.

Rebeca comenzó a subir escaleras arriba todo lo rápido que sus rechonchas piernas le permitían. Me acordé de Dionisio, el pobre tonto había tenido razón en que me iban a matar, pero no los muertos sino los individuos que los exhumaban, y también había tenido razón en que se levantaban de nuevo, aunque no por si mismos. Las bisagras de la puerta del sótano me hicieron saber que Rebeca había llegado arriba, entonces ¡zas! Un golpe seco y justo después un tiro de escopeta retumbó en toda la casa. Algo bajó rodando por las escaleras e impactó en la pared frente a ellas. Intenté removerme para ver qué o quién había sido el accidentado, pero era imposible ver nada desde mi perspectiva. Escuché como alguien bajaba las escaleras y poco después el autor apareció por la esquina.

-¡Dionisio! ¡bendito tonto!- Grité desesperado -Rápido quítame éstos grilletes.- El oportuno tontorrón llevaba un astral ensangrentada en la mano –cógele las llaves a Rebeca y quítamelos, ¡venga, venga! tenemos que darnos prisa.- Estimaba que Pepe se presentaría en la puerta de un momento a otro.

-Rebeca ye durmiendo.- Dijo el inocente Dionisio, ignorante de lo que había hecho. Subí corriendo a la habitación de la recién fallecida y cogí unas sábanas. Envolví el cadáver de Rebeca -Si Dionisio, está durmiendo, ahora ayúdame a subirla a su habitación para que descanse mejor.- Dionisio asintió sumiso.

-Agora Javier no morirá pas.- contestó sonriente y satisfecho de su hazaña. La tiramos encima de la cama, cogí la cabeza de Dionisio y la puse frente a la mía.

-Escúchame atentamente Dionisio, eres mi mejor amigo- soltó una infantil risotada -ahora vuelve a tu casa- le cogí el astral de la mano -no le digas a nadie, nunca, lo que ha pasado aquí ésta noche, ni lo que has visto en el sótano ¿has entendido?- asintió rápidamente -Pues venga ¡corre!

El tonto al que le debía la vida salió corriendo a todo trapo. Dejé astral y escopeta en la habitación de Rebeca antes de cerrar la puerta, escuché el motor de la camioneta frente a la casa. Bajé corriendo mientras sonaba la aldaba.

-¡Hombre Pepe! te estaba esperando- me miró desconcertado -pero pasa dentro quió, que fuera hace y frío y además tenemos trabajo- desconfiado entró.

-¿Dónde está Rebeca?- preguntó malhumorado.

-¿Rebeca? está... enferma, ha enfermado ésta tarde y está guardando cama.

-¿Enferma? tengo que verla.

-¡No! no- me interpuse -Necesita descanso, molestarla solo la empeorará, me... me ha dejado al cargo de... del negocio, del negocio, ya sabes... ¿me sigues?

-Del muerto.- Dijo sin rodeos.

-Si, eso, del muerto, me ha cargado con el muerto...- esperé su reacción al juego de palabras pero se limitó a mirarme inmóvil, produciéndose un incómodo silencio.

-Voy pues- dijo secamente y se dio la vuelta hacia la puerta.

Volvió a entrar cargando con varias piezas de carne. Era un hombre fornido y podía con ellas sin problemas. Le abrí la puerta del sótano y bajamos. Gracias al cielo no vio el charco de sangre que escurría por la escalera.

-No has preparado al muerto- afirmó mientras dejaba su cargamento en el suelo.

-¿No? ¡no! cierto, Rebeca no me ha explicado en su totalidad cuales eran los procedimientos adecuados previos al transporte de la mercancía, así que... no tengo ni puta idea de que hacer.- Me miró con el ceño fruncido, pensaba que se había destapado la milonga, pero señaló a un rincón.

-Coge uno de esos sacos y mételo dentro.

-¿No pretenderás que... que lo toque?

-Joder...

-Vale... vale, venga ya voy.

Hice de tripas corazón y con cierta expresión de asco comencé a enfundar el fiambre en uno de los sacos como a una longaniza, me reservaré los detalles ya que no es agradable manipular un cadáver al que la cabeza le cuelga escasamente de un hilo. Pepe empezaba a desesperarse y me dio un empujón.

-Venga joder, que no lo vas a matar.

-Pepe, ten cuidado coño- repliqué ceñudo -el destinatario lo querrá en el mejor estado posible... y no querrás que le diga a Rebeca lo descuidado que eres en tu trabajo, ¿verdad?- añadí sonriéndole. Me miró serio y me dejó continuar a mi marcha. Quizá yo no supiera como funcionaba el negocio del contrabando de cadáveres, pero si como encauzar a un trabajador descarriado.

Pepe marchó escaleras arriba con el saco al hombro, esperé a escuchar la puerta de la calle cerrándose. Recordé las palabras de Rebeca cuando dijo poco antes de morir que volvían a enterrar las piezas de carne bobina, así que me senté a esperar el siguiente intercambio. También recordé lo que dijo sobre los túneles que recorrían el pueblo por debajo y la roñosa puerta que tenía delante me lo corroboró. Me pregunté si sería yo quien tendría que devolver la carne al cementerio, en tal caso sería imposible. Abrí el pesado portón para comprobar si había alguna guía de luces o algo similar que indicara el camino, pero la oscuridad era total, y yo no me iba a adentrar en lo que podía ser el laberinto a mi muerte, sin alas de cera que me salvaran. Pero no iba a hacer falta, ya que no tardó en aparecer a lo lejos una lucecilla. La caprichosa luz se acercaba lentamente y parecía flotar en la nada. Nadie parecía sujetarla. En ocasiones era verdosa, en otras azulada, perplejo recordé el fuego fatuo del cementerio, observé como se acercaba irremediablemente. Pero poco tardó en desvelarse el misterio, y de entre la oscuridad apareció el desagradable enterrador, con un capazo grande en una mano y un palo largo en la otra del que colgaba tintineante la lámpara de cristales verdes y azules.

-¡Tú!- Gritó.

-¡Yo!- Exclamé.

-¿¡Que collones fas tú aquí!?- Dijo amenazante.

-Baja la voz joder- increpé tajante -Rebeca ha enfermado y estoy encargado del intercambio.- Me miraba iracundo, viendo amenazado su ilegal negocio.

-Rebeca me dijo que no eras de fiar.- Reprochó.

-¿A, si?- me incorporé -Pues que curioso porque Rebeca me ha dicho precisamente que te vigilara bien, algún motivo tendrá para fiarse más de un desconocido que de ti.- Pareció que iba a decir algo, pero se resignó.

-Tenemos que llevar la carne al cementerio si mal no me equivoco- asintió a mi afirmación -ves cargándola pues, iré a por mi farol.- Cuando volví cogimos el capazo entre los dos y nos adentramos en los antiguos túneles.

El farolillo que asemejaba un fuego fatuo alumbraba hacia adelante, el mío el túnel que dejábamos atrás. El enterrador andaba tranquilo y con seguridad, yo con el culo bien prieto. El túnel parecía no terminar nunca, en su mayor parte era recto aunque pude notar que en ocasiones giraba ligeramente y tornaba cuesta abajo. Pasamos una bifurcación, volví a recordar la historia de Rebeca sobre el cura, el alguacil y los supuestos túneles que conectaban subterráneamente el pueblo, y barajé la posibilidad de que su fantástica historia tuviera una base real. El túnel empezó a tornar en gruta y bajo nuestros pies nacían charcos de agua sucia.

-Hemos llegado- dijo soltando el capazo y subiendo por unas escaleritas de piedra, abrió lo que parecía una pesada trampilla. Tiró una cuerda con gancho y me dio instrucciones para enganchar el capazo. Cuando lo conseguimos sacar fuera asomé por la apertura. La salida del mundo subterráneo era un enorme sarcófago de piedra, el que escuché aquella noche en la que vi el falso fuego fatuo.

Acercamos el capazo hasta el mismo nicho donde esperaba el féretro vacío, tiró la carne dentro y se puso a tapar la fosa. Yo cansado de la andada y de cargar con el sucedáneo de cadáver me apoyé en una lápida.

-Vaya, menudo teatro tenéis montado aquí.- No contestó.- ¿A quien le enviáis los muertos?-

-Eso es trabajo de Rebeca, yo solo me preocupo de que me pague.

-¿No te dice a quien le envía la mercancía? simplemente... ¿trabajas a ciegas?

-No,- hizo una pausa -para eso tengo el farol, para ver.

-No me has entendido... bueno, déjalo.- Seguía cavando fervientemente.

-Y cuánto tiempo lleváis haciendo esto?

-Si no t’ha dicho Rebeca no t’interesa.- Me quedó claro que de él no sacaría nada.

-¡Vaya! eres más espabiladico de lo que pareces.- Le dije entre risas.

Paró de cavar y escupió al suelo -Pu’es marcharte ya si quieres, no necesito tu ayuda, ve pegado a la pared de la derecha y llegarás bien.

-Gracias.- Dije amablemente.

-Así te pierdas.- Dijo con desprecio y continuó trabajando.

Volví por el túnel, ésta vez cuesta arriba pero sin el peso del capazo, iba tocando la basta pared de mi derecha con las yemas de los dedos. Me pareció pasar por la bifurcación que había visto a la ida, pero con el precario farol alcanzaba a ver poco más que mis propios pies. No veía la luz del sótano de la difunta Rebeca, y me preocupé por que alguien la hubiera apagado, con el consecuente riesgo de haber descubierto su cadáver. Encenegado en mi propia paranoia y avanzando casi a zancadas, no me di cuenta que el camino no era por el que había ido y uno de mis pies pisó en falso. Solo recuerdo que rodé escaleras abajo y del batacazo quedé inconsciente.

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Día 5

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 3

Éste relato está dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la acción, son publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar "metidas de pata". Espero que os guste.

Día 1
Día 2

Post Mórtem - Día 3

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.



Día 3

Estaba entre las primeras brumas del sueño cuando Rebeca irrumpió en mi habitación y me hizo bajar a fuerza de voces arrieras. Nunca entenderé el entusiasmo de esa mujer por madrugar. Ésta vez el desayuno constaba de un enorme vaso de leche con un denso bizcocho a escala.

-Rebeca, anoche fui al cementerio y me di un paseo por él.- La mujer me miró sobrecogida.

-Pues usted está benau, Don Javier.

-¿Me llama loco por dar un tranquilo paseo entre viejos trozos de piedra?, Rebeca...- dije con cierto aire de soberbia -que hay que tener miedo de los vivos, no de los muertos...

-Piense usted lo que se le venga en gana- dijo muy seria -pero los... ¿usted no ha oído las historias que se dicen sobre éste pueblo?

-Hasta hace dos días ni sabía que existiera, pero adelante Doña Rebeca, ha picado mi curiosidad, cuente sus historias de credibilidad incierta.- La vieja tomó aire, su tono de voz cambió y un aura lúgubre invadió la habitación.

-Hace muchos, muchos años, muchos más de los que puedan recordar los aldeanos del pueblo, los que entonces andaban éstas calles descubrieron que había una bruja entre ellos. Las sospechas removieron amistades, levantaron enemistades, los jóvenes dejaron de festejar por miedo a ser seducidos por la bruja. El cura, velador de su rebaño, interrogaba a todas las mujeres que se cruzaba por la calle y a muchas de ellas las arrastraba a la iglesia para profundizar en su interrogatorio. Mientras tanto las cosechas seguían pudriéndose, los animales enfermaban y los niños nacían muertos. Tras las duras investigaciones del reverendo, a las cuales en ocasiones se sumaba el alguacil, consiguieron, no sin hacer que se derramasen lágrimas y mas de alguna gota de sangre, dar con la pérfida bruja que, oculta en la sobra, había envenenando el pueblo. Una horda enfurecida de campesinos la hizo arder, empalada en medio del cementerio para que su malvado espíritu se quedara atrapado en el suelo sagrado, prisionera de su eterno tormento, condenada a observar desde lejos su fracasado plan. Pero tanto cura como alguacil habían pasado un detalle por alto. La bruja tenía una amante, que se ocultaba bajo la casta e inocente apariencia de la mujer del mismísimo alguacil, que sin ser descubierta maquinaba para llevar a cabo su brutal venganza. El cura, un hombre místico y sabio, vio en sueños como el propio Dios señalaba la esposa del alguacil como artífice de todo el mal que sufrían sus parroquianos. El santo mosén, un hombre bravo, raptó a la aspirante a bruja y la encadenó en las mazmorras de la iglesia, de donde no salió jamás. Dicen que el alguacil se volvió loco y mató al cura, o lo enterró vivo en el cementerio, también dicen los más viejos que luego una muchedumbre quemó al alguacil y arrojaron sus huesos en una fosa sin nombre, otros que desaparecieron en los túneles que recorren el pueblo por debajo, pero todos coinciden en que cuando el fuego verde flota sobre el cementerio, es mejor quedarse junto al calor del hogar, pues tanto el cura como el alguacil levantan sus descarnadas osamentas para buscar aldeanos incautos en los que saciar su ira...

-¡Rebeca!- exclamé para salir del trance en el que me estaba sumiendo -son solo leyendas ¿realmente usted cree en toda esa sarta de mentiras? me decepciona, la tenía por alguien mucho más inteligente.- Aunque aparentaba un aplomo épico me había impresionado bastante, y después de mi experiencia la pasada noche, estaba un pelín acojonao.

-Como ya le he dicho, Don Javier, piense usted lo que se le venga en gana, pero queda avisado, no sería el primero que va en la nuei al cementerio y desaparece. Además en ésta misma casa vivieron el alguacil y su esposa, y en ocasiones... no, disculpe, no quiero aburrirlo con cuentos de viejas.

-No, no, diga, diga, ¿en ocasiones qué?

-Hace un momento no parecía tan interesado, Don Javier.- Increpó la astuta mujer.

-No me gusta que me dejen con la miel en los labios, diga ya de una puñetera vez, ¿en ocasiones qué?

-En ocasiones... se oye gritar algo más que el viento.- Dejó esas palabras en el aire y guardó un sepulcral silencio para continuar limpiando la cocina. -Cuentos de viejas, usted misma lo ha dicho.- Comenté con cierto desdén, fingiendo no darle importancia y salí a la calle.

Me dirigí al cementerio, con la luz del sol no había nada que temer según la historia de Rebeca, los implicados solo salían por la noche después de la aparición del fuego fatuo que yo mismo había visto. No quiero decir que me creyera la fantástica leyenda al pié de la letra, pero admito que sentía algo de respeto.

Llegue a la puerta de la minúscula ermita frente al cementerio. El farol volvía a estar sobre la imagen de la virgen, donde yo lo había cogido la noche anterior. Entré cauteloso en la necrópolis. La claridad del día disipaba hasta el menor atisbo de misterio. Llegué hasta la tumba removida de Mariano Dómine, cuya lápida yacía machada de aceite, culpa mía sin duda, entonces una desagradable voz sonó a mis espaldas.

-¿Has volvido pa limpiarla?- Me di la vuelta para verle la cara al impertinente ser.

-¿Disculpe caballero, me habla a mi?

-¿¡No le hablaré a los muertos!? pues mecagon el copón bendito, claro que te hablo a , ¿es que no cavilas bien?

-¿Insinúa que yo he estado aquí anteriormente?

-¡Ostia puta! Yo no insinúo nada, lo sé mu bien.

-¿A si? ¡Cuan observador e inteligente es usted pues! ¿y como lo sabe tan bien?- Pregunté desafiante.

-Por que ningún otro del pueblo sería tan tontolaba de venir al cementerio por la noche a sabiendas de la maldición.

-¿Maldiciones? ¡Paparruchas para asustar a los niños!

-Créete tú lo que te se venga en gana, pero más te vale no venir a yeste cementerio ‘n la nuei u sabrás lo qu’es el miedo.- Las afirmaciones del enterrador me desconcertaron aún más que la historia de Rebeca o las estúpidas palabras de Dionisio, todos ellos parecían estar muy seguros de lo que decían. Después de enterarme que Mariano Dómine era el tío Tinajo, lo cual explicaba la tierra removida, dejé al despreciable personaje feliz en su doblemente maldito cementerio.

Teniendo en cuenta el violento rugir de mis tripas, volví a casa de Rebeca para comer. Me recibió con un cochinillo asado sobre la mesa y me amenazó con guardar las sobras para cenar si no me lo terminaba. Charlamos sobre el tiempo, para variar, me comentó que por la mañana había sucedido un terrible accidente y al día siguiente enterrarían al hijo del herrero, el joven se había llamado en vida Jacinto. Después de la opípara comida ambos nos quedamos sondormidos al calorcico de las brasas, práctica que echo de menos de la vida rural.

Esa tarde me apetecía un buen lingotazo, así que para satisfacer mis alcohólicos deseos el lugar más indicado era el bar con su vino peleón. A mi llegada pude ver a Dionisio al fondo de la barra como al parecer era de costumbre, hice de tripas corazón para aguantar el asqueroso olor del establecimiento y me senté a su vera. Me encendí un cigarro. Mi intención era juguetear un poco con las supersticiones del pobre tonto, por entretenimiento, y de paso saber más de las extrañas leyendas del pueblo, que aunque me avergüence decirlo casi empezaba a creérmelas.

-Dionisio- susurré con aire misterioso -anoche vi como se levantaban los muertos.

Los beyistes!- gritó excitado -Mai diz que ixo no ye berdá, pero yo sapo que ellos se lebantan, los beyo cuan suenio 'n la nuei.

-¿Cuando ensueñas? eso es muy notable, Dionisio.

-Si, pero mai diz ixo por que soi un poco empanau.

-¿Tonto tu Dionisio? no, en absoluto, si acaso incomprendido- emitió una estúpida y estridente risita un poco fuera de lugar. -Dionisio, esos muertos son malos ¿verdad?- afirmó fervientemente. -Pues no te preocupes porque si me cruzo con uno de ellos... ¡Zaca! ¡Batacazo y adiós!- Se volvió a reír, parecía que estaban matando un cerdo.

-Ista nuei yo t'he beyido morir.- Dijo de repente sin venir a cuento, cambiando su tono de voz radicalmente, incluso parecía cuerdo por un momento, paleto pero cuerdo.

-¿Que cojones dices Dionisio? ¿Que me has visto morir?.- No pude evitar esa risa histérica que se me escapa cuando me pongo nervioso.

-Mañana ta la nuei tú morirás.- Repitió reafirmándose. El comentario no me hizo ni puñetera gracia, pero preferí llevarle la corriente como a los... bueno, como lo que era.

-¿Mañana por la noche? Improbable, pero si lo dices tu me lo creo, Dionisio.- Le di un amistoso golpe en la espalda. Serio como el mejor jugador de póquer se marchó corriendo.

-No se preocupe por las barbaridades que dice el mozé, no cavila con claridad.- Dijo Tirso el camarero para quitarle tensión al asunto.

-No me preocupo- contesté -¿que clase de persona sería yo si creyera las palabras de un loco?- pregunte perdiendo fuerza en la voz conforme hablaba.

-Los cuentos... son eso, cuentos- explicó Tirso mientras secaba un vaso -no hay que darles más importancia de la que tienen, de todas formas si quiere un consejo, mejor no se acerque al cementerio por la noche... ¡no vaya a ser que esas historias sean ciertas!- exclamó con cierto tono irónico.

-Gracias por el consejo Tirso, es tarde, buenas noches.

Aquella noche estaba demasiado cansado como para pasear, y si soy sincero, aunque no sea algo de lo que me sienta orgulloso, admito que las macabras historias me disuadieron considerablemente.

Una o quizá dos horas después de echarme a dormir escuché entre sueños el motor de la camioneta, pero el agotamiento me impidió moverme y poco después dejé que Morfeo me arrastrara a sus reinos.

martes, 10 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 2

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar "accidentes". Espero que os guste.

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Post Mórtem - Día 2

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.


Día 2

Aún no había amanecido cuando la puerta se abrió de sopetón, Rebeca entró decidida -¡Buenos días Don Javier! levántese que ya son las seis y media,- y abrió la ventana dejando que se colara la heladora brisa matinal -el cartero sale a las ocho de la mañana, métase prisa,- dejó una jara de porcelana llena de agua a los pies de la cama -aquí no tenemos agua corriente como los señoritos de la ciudad.- Añadió.

Me levanté, preparé y lavé. En menos de veinte minutos estaba abajo desayunando otros dos huevos fritos con pan recién hecho. Me apresuré en ir a la oficina de correos. Envié la carta a mi amigo Ernesto indicándole posible información que necesitase y la dirección donde me hospedaba. La carta salió esa mismo día, sobre la una del medio día... me reservaré los comentarios en relación a la parsimonia con la que el cartero se tomaba su trabajo.

Era temprano y estaba ocioso, fui a comprobar que el coche continuaba en su sitio y aproveché para llevar mis maletas a casa de Rebeca. En mi camino, los pocos campesinos con los que me crucé se ensañaban clavándome miradas de desprecio. Rebeca me recomendó el bar como lugar de entretenimiento, en realidad era el único entretenimiento del pueblo, como buen español hice lo propio. Era un antro, o más bien un tugurio que apestaba a fermentación, los rayos de sol eran incapaces de penetrar a través de los sucios vidrios de las ventanas. Me senté frente a la barra, lo más cerca de la puerta para intentar librarme del repulsivo hedor que emanaba el establecimiento. Cuando mi vista se habituó a la penumbra me percaté de que había otro hombre al fondo de aquella especie de madriguera. Le pedí al camarero un whisky doble que terminó siendo un vino peleón, y al desconocido “lo que quiera”. El camarero me advirtió que aquel hombre, agazapado junto a la pared, era Dionisio, el tonto del pueblo y que nunca tomaba nada, irónico llamándose así. Insistí en que igualmente me sirviera dos vinos.

Siempre me habían hecho gracia los tontos de pueblo, pero nunca había tenido la oportunidad de tratar con alguno, así que me acerqué con un vaso en cada mano y mi mejor sonrisa de oreja a oreja. Me presenté formalmente con la gracia que siempre me ha caracterizado para las relaciones públicas, y lo incité a beber.

-No bebo cosa- dijo con su voz de tonto -la mia Mai no me dixa.- Añadió, entendiendo yo que su madre no le permitía beber.

-Entonces no tendrás ningún inconveniente en que me lo trinque yo ¿verdad?- Pude ver cómo se le caía la baba conforme disminuía el contenido del sucio vaso. -¿Que haces en el bar si no bebes, Dionisio?- Le pregunté al coaccionado abstemio mientras me encendía un cigarro.

- Mai me dizió que asperase astí, que ye fendo faena, lugo me'n boi con Mai a misa, Güei entierran al Tío Tinajo, pero ixo rai[1], porque se lebantará como los otros.- En aquel momento me parecieron las palabras mas tontas que había escuchado jamás, por desgracia he aprendido demasiado tarde que en ocasiones, los locos dicen certezas por muy descabelladas que parezcan.

-No digas fatezas[2] Dionisio, vas a asustar al forastero.- replicó el camarero, pero sin dejar que terminara de hablar Dionisio se levantó de sopetón.

-¡Ye l'ora! ¡Au!- gritó antes de marchar a toda prisa.

-Es una pena lo d'este mozé.- Comentó apenado el camarero. Me limité a tirar dos pesetas encima de la barra y marcharme sin decir nada.

Al salir a la calle las campanas tocaban lánguidas y lastimeras, allí le llaman tocar a muerto, en éste caso era por el entierro del llamado tío Tinajo. Aproveché el evento para ver la iglesia por dentro, movido meramente por el interés artístico. Era una iglesia agradable pero sencilla, con un enorme retablo barroco que desentonaba en el conjunto del edificio.

Volví a comer a casa de Rebeca, la mujer me esperaba con un colmado plato de judías con tocino, bien de tocino, y un enorme jarrete de ternera asado en el hogar. Cruzamos algunas palabras sin importancia, comentarios sobre el tiempo, memorandum a la sencilla vida del tío Tinajo y algunas alusiones a la fugacidad de la vida, pero no mucho más ya que Rebeca permanecía concentrada en remendar una rodilla vieja.

Después de varias cabezadas al calor de las brasas, le di vuelta al coche de nuevo y disfruté de un agradable atardecer en el monte. Ya puesto el sol volví a mi temporal cubil para toparme con una cena compuesta de longaniza, chorizo y demás productos porcinos a la brasa, queso y pan de postre. Comenté a Rebeca que había pensado en darme un paseo nocturno por el pueblo, la vieja intentó disuadirme vanamente advirtiendo sobre los peligros que acechan en la oscuridad del monte, los lobos, osos y demás variopintas bestias. Aún tenía el estómago llego y ya estaba paseando.

Me recorrí todas las calles del pueblo sin excepción, maravillándome con la luz de la luna llena en cada rincón y detalle, viendo los antiguos escudos de caballería que yacían grabados sobre los umbrales de las casas, reliquias de la lejana edad media. Admiré los enrevesados motivos tallados, generalmente de madera, en los quicios de las ventanas. Cuando quise darme cuenta estaba andando por el vía crucis, a través de un angosto valle que desembocaba en una modesta ermita, veladora del ciclópeo cementerio del pueblo. A lo lejos vi un pequeño farol de aceite mecido por el viento sobre la imagen de una virgen. Se me antojó pasear por el camposanto pensando que hallaría uno de los lugares con más paz de España entera, nada más lejos de la realidad.

Hasta que no me situé frente a la puerta no advertí un pequeño pero saltón detalle, tan fuera de lugar como el propio cementerio con su desproporcionado tamaño y antiquísimas criptas. Había una luz, una luz flotando, a veces azulada, a veces tornaba hacia verdosa. Yo que soy hombre de ciudad y el miedo a lo desconocido es muy antiguo en el ser humano vacilé durante unos segundos, mi respiración se entrecortaba al observar aquel extraño fenómeno, pero llegué a la conclusión de que se trataba de uno de esos fuegos fatuos de los que había oído se aparecían en los cementerios sobre los nichos recientes, nunca había visto uno, así que la misma curiosidad que mató al gato me incitó a echarle un par de huevos e ir a husmear en los secretos de la muerte. Empujé la verja, abrió con un estridente chirrido que tornó confusos mis sentidos por unos segundos, cuando volví a mirar el fuego fatuo había desaparecido.

Osado como siempre lo he sido, descolgué el farol de la ermita y me adentré entre las desconchadas lápidas. Me acerqué hasta más o menos donde había visto la fantasmal combustión. El penetrante hedor a muerte y tierra removida infestaba el suelo sagrado del cementerio. Era una tumba reciente a nombre de Mariano Dómine.

Me pareció escuchar algún animal noctámbulo moverse entre la maleza, pero sólo era el viento, el mismo viento que apagó el destartalado farol. El mismo viento que acarició mi nuca y erizó mi vello. El mismo viento que agitó violentamente la verja de la entrada. El mismo viento que hizo gemir un sarcófago que se abría... no, eso no era el viento. Antes de lo que canta un gallo, había lanzado el farol por los aires, arrojado mi carisma por los suelos y corría despavorido cual puta parisina. A una distancia prudencial tomé aliento, y con una carcajada histérica me mofé de mi ridícula reacción.

En ese momento habría jurado que era un muerto levantándose, claramente me había dejado sugestionar por las palabras del tonto Dionisio. Una vez recuperado el aliento retomé la marcha a paso ligero, para tampoco tentar a la suerte. Cuando llegué a la entrada del pueblo pude escuchar en la lejanía el motor de la camioneta de transporte marchándose dirección Pamplona. Cuando me tumbé en el catre estaba demasiado excitado, gracias al susto y la carrera, como para poder pegar ojo, sumado a la desagradable sensación de que algo me había seguido hasta la casa, pero el agotamiento terminó venciendo a la paranoia persecutoria y me dormí.



[1] ixo rai (fabla aragonesa): da igual / no pasa nada

[2] Fatezas (fabla aragonesa): tonterías



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Día 3

lunes, 9 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 1

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados durante los próximos ídem. Para evitar la lectura equivocada del capítulo incluiré links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar spoilers. Espero que os guste.

Post Mórtem
Por Ismael Guerrero.
Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.


He decidido publicar los siguientes hechos tras las continuas peticiones de amigos y conocidos. Pese que dicho interés roza el acoso, el desencadenante que me ha empujado a escribirlo es la necesidad de descanso de mi conciencia, y para explicar por qué un viaje de placer hizo que mi pelo blanqueciera y mi carácter cambiara radicalmente.

No se molesten en sacar conclusiones precipitadas, les agradecería que no juzgaran muy duramente mis deplorables actos, lo que hice fue seguir un modos operandi muy mecánico en pos de mi propia supervivencia, sin tener opción a elegir, hice lo que me parecía más sensato para conservar mi propia integridad personal, aunque si no hubiera sido por algún golpe de suerte, y quizá no pueda usar una mejor palabra que ‘golpe’, no estaría escribiendo éstas líneas ahora mismo.

Tampoco se molesten en buscar el pueblo o las personas implicadas, ya que como escribió Cervantes ‘De cuyo nombre no quiero acordarme...’, y me he tomado la libertad de cambiar de nombre a los aldeanos implicados para que éstas confidencias no me acarreen problemas futuros. Ahora, sin más dilaciones comenzaré con la historia.

Día 1

Era el verano del veinticinco, después de varias duras semanas de trabajo, tratos, reuniones etc., decidí tomarme unas tranquilas vacaciones. Mi destino sería el Pirineo Aragonés, así que maletas hechas me lancé a la aventura, solo con mi Hispano-Suiza H6B. Mi querida esposa-mueble se quedó en Zaragoza cuidando de mis hijos, y mi socio podía hacerse cargo de la empresa perfectamente durante un par de semanas. La situación era más que propicia para el merecido descanso del guerrero.

Sobre las siete de la mañana cogí la carretera dirección Huesca. El fértil valle del Ebro, colmado de campos y canalizaciones se transformó rápidamente en las secanas llanuras de los Monegros, donde mi vista se perdía en el horizonte, y poco después el paisaje volvió a cambiar, más verde y más arrugado, llegaba a la hoya de Huesca. A medio día llegué a la capital fata, donde comí en un restaurante en el que me tenían bien conocido como cliente habitual. Tras tomarme el café, cigarro y una copa de buen brandy retomé el camino. Pueblecito tras pueblecito se sucedían en la serpenteante carretera, que cada vez más y más la iba engullendo el monte, y a mi con ella. Valles, cañones, acantilados, barrancos y tremebundos pedruscos, cada curva después parecían más oscuros, más húmedos, recordándome que allí los rayos del sol son un bien muy preciado.

Corría ya el tramo final de la tarde, después de una sucesión de varias endiabladas curvas, entre las laderas comenzó a aparecer, tímidamente el pueblo de marras. Era majestuoso, imponente, señorial, mi Hispano-Suiza subía la cuesta que llevaba a la población, muy despacio debido a la precaria calzada, deteriorada por el paso de carros. Yo observaba el rústico asentamiento, anonadado, mesmerizado por las pesadas chimeneas que apuntaban humeantes al cielo, como un enorme bosque en llamas. El olor de la leña quemada en el hogar se mezclaba con el agradable aroma del boj y las exuberantes fragancias de la naturaleza que llegaban sugerentes hasta mi nariz, enmarcando el pueblecito en un hechizado cuadro de fantasía. Encaramado en un picacho y coronado por una robusta e imponente iglesia románica, el pueblo observaba los verdes barrancos y laderas arboladas que lo rodeaba, otorgándole un porte regio.

El hechizo que acechaba sobre mí se rompió rápidamente cuando el lejano rumor del agua y el incesante cantar de los pájaros fue sustituido por un desagradable traqueteo que provenía del motor de mi automóvil. Parecía estar a punto de calarse, así que como intento de recuperar la potencia del mismo reduje marcha y aceleré ligeramente, pero como consecuencia lo que parecía un grito de agonía surgió de debajo del capó y el vehículo empezó a perder velocidad irremediablemente. En última instancia eché el coche al ribazo para no bloquear la vía.

Bajé ciego de rabia, le di un golpe a la chapa y grité algunos improperios que hacían referencia a la escasa habilidad de los franceses para fabricar vehículos... y también me acordé de sus lascivas madres. El único Hispano-Suiza de íntegra fabricación francesa me había dejado tirado. Un denso humo que salía del motor apestando a goma quemada. No me molesté en abrirlo, mis conocimientos de mecánica eran absolutamente nulos. Indignado, continué a pié algunos metros de la empinada cuesta hasta la entrada del pueblo.

El aroma a leña se intensificaba por las adoquinadas calles. El silencio era casi absoluto, y el rechinar de mis zapatos contra el duro empedrado del suelo retumbaba en mis oídos. Las casas, apiñadas las unas contra las otras, dejaban en ocasiones estrechos callejones de un par de palmos que no iban a ninguna parte, otras veces eran más anchos, ó más estrechos y en ocasiones aparecía una calle perpendicular que unía la principal con las paralelas contiguas. Los balcones de madera, algunos dados de sí por el tiempo, sostenían numerosos maceteros de barro colmados de flores. Como ya había oscurecido la mayoría de las contraventanas de recia madera yacían cerradas, aunque a cada paso me sentía observado por dos nuevos ojos, nada fuera de lo habitual en un pueblo no habituado a las visitas de los forasteros.

Inmerso en la redundante idea de encontrar catre para pasar la noche, escuché un motor arrancando en la siguiente bocacalle a la derecha, era una buena señal y la oportunidad de encontrar un mecánico. Me apresuré para ver a que casa pertenecía antes de que marchara. Al girar presto la esquina, pude ver que se trataba de una pequeña camioneta para transporte de comestibles que desapareció por la salida opuesta de la calle.

Se veía luz por las rendijas de las contraventanas, la casa, frente a la que había arrancado la camioneta, rezumaba antigüedad, los enormes y sórdidos bloques de piedra encajaban perfectamente para formar un edificio tan robusto y duradero que nada tenía que envidiar a la arcaica iglesia del pueblo.

Golpeé con fuerza la aldaba. Volví a golpear. A la tercera vez una señora bastante entrada en años salió al bacón -¿Que quiere?- Exclamó malhumorada.

-Buenas noches señora, mi nombre es Javier Flor de Lis y estoy de paso, pero mi coche se ha averiado en la entrada del pueblo, necesito un lugar para dormir.

-Busque otra casa.- Dijo negando mi iniciativa y dándose la vuelta.

-¡Le pagaré cuarenta reales por noche!- Hizo caso omiso. -¡cuarenta y ocho más la comida!- grité en un último y desesperado intento. Poco después empezaron a sonar los cerrojos detrás de la puerta.

-Pase.- Me llevó hasta el hogar, donde quedaban poco más que brasas.

-Gracias amable señora, ¿era su marido el que conducía esa camioneta?

-Eso no l'importa a usted.- Respondió evasiva.

-Presupongo pues que su marido estará ya en el lecho si tiene que trabajar mañana temprano en el campo.

-Soy viuda.- Contestó tajantemente, no fue un buen comienzo.

-Vaya... lo siento, ¿como se llama usted?

-Rebeca me llamó la mía mai. No tiene nada que sentir, el buen Paco lleva ya muchos años en el cielo, el Señor lo quiso así.

-Entonces, ¿Era su hijo el de la camioneta?- Me interesaba saber quien era el dueño y más concretamente si tenía conocimientos de mecánica.

-No tengo hijos.

-Ah... eh... esto...

-No se preocupe, no tiene por qué disculparse.

-Entonces pues, gracias por darme asilo en primer lugar, tenga sus cuarenta y ocho reales,- puse las doce pesetas encima del aparador -se los pagaré diarios si permanezco más noches.- No dudó al cogerlas.

-Entonces pues, Don Javier, viene de Zaragoza, ¿por placer?

-Efectivamente, así es, unas merecidas y ansiadas vacaciones.

-¿Y no está usted casado?- Me preparaba la cena mientras conversábamos.

-Si, lo estoy,- le enseñé el anillo -pero mi... querida esposa se ha quedado en casa cuidando de los críos.

-¡Y tiene zagales!- exclamó -válgame el cielo, los de la capital están locos, cuando mi Paco vivía íbamos juntos a todos sitios.

-Habla usted muy bien, Señora Rebeca, para haberse criado en un pueblo perdido de la mano de Dios.

-Nací en Huesca, en el seno de una familia rica y tuve una educación decente.- Alegó.

-¿Como se gana el pan, Doña Rebeca?- Pregunté curioso.

-A la muerte de mi marido heredé las tierras y algunas reses, ahora exporto carne bobina a Cataluña y Pamplona, está bastante bien pagada, y el que conducía la camioneta era mi socio transportista, ya que tiene usted tanto interés en saberlo.- Puso un plato con dos enormes huevos fritos y un mendrugo de pan sobre el aparador. -El pan es de ayer.- Añadió. -Y usted a que se dedica pues ¿Don Javier?

-Soy empresario.

-¡Empresario! tiene guasa, ¿que tipo de empresario?

-De los que ganan muchas perras gordas,- respondí cínico -no me gusta hablar de mis negocios, y mucho menos estando de descanso, ¡comprenderá usted!

-En este pueblo no son bien recibidos los forasteros- comentó dándole un nuevo giro a la conversación.

-Eso no me preocupa Doña Rebeca, ¿Hay mecánico en el pueblo?

-¿Mecánico? los mecánicos no arreglan las bestias de tiro.

-Pero la camioneta...

-Ese mozé es de Zaragoza, el mecánico más cercano lo encontrará allí.- De hecho el mecánico al que se refería era amigo mío.

-Tendré que enviarle una carta pues.- Le devolví el plato vacío.

-Don Javier es hora de que usted marche a dormir, venga por aquí.- Me llevó escaleras arriba hasta la que sería mi habitación.

-Duerma y descanse, mañana lo llamaré temprano para que pueda enviar la carta antes de que salga el cartero. En el armario hay ropa de mi marido, puede usarla si le place. Buenas noches.- Se dio la vuelta y marchó.

Le di un repaso a la habitación, ningún lujo, estaba claro, pero era mejor que dormir en el coche, pese a que los muebles estaban querados y necesitaban una buena capa de barniz. Me puse un pijama con olor a rancio y alcanfor, me fumé un cigarro y me eché a dormir.


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