martes, 10 de noviembre de 2009

Post Mórtem - Día 2

Éste relato va dividido en varias partes que se corresponden con los días en los que se sucede la historia, serán publicados por separado. Para evitar la lectura equivocada del capítulo se incluyen links directos a cada uno de los capítulos anteriores y posteriores, de forma que la lectura y localización de los mismos sea más sencilla, por igual, el grueso del texto estará oculto bajo la etiqueta “Leer más” para evitar "accidentes". Espero que os guste.

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Post Mórtem - Día 2

Por Ismael Guerrero.

Con la colaboración de Diego Alberto Gimeno en las traducciones a fabla aragonesa.


Día 2

Aún no había amanecido cuando la puerta se abrió de sopetón, Rebeca entró decidida -¡Buenos días Don Javier! levántese que ya son las seis y media,- y abrió la ventana dejando que se colara la heladora brisa matinal -el cartero sale a las ocho de la mañana, métase prisa,- dejó una jara de porcelana llena de agua a los pies de la cama -aquí no tenemos agua corriente como los señoritos de la ciudad.- Añadió.

Me levanté, preparé y lavé. En menos de veinte minutos estaba abajo desayunando otros dos huevos fritos con pan recién hecho. Me apresuré en ir a la oficina de correos. Envié la carta a mi amigo Ernesto indicándole posible información que necesitase y la dirección donde me hospedaba. La carta salió esa mismo día, sobre la una del medio día... me reservaré los comentarios en relación a la parsimonia con la que el cartero se tomaba su trabajo.

Era temprano y estaba ocioso, fui a comprobar que el coche continuaba en su sitio y aproveché para llevar mis maletas a casa de Rebeca. En mi camino, los pocos campesinos con los que me crucé se ensañaban clavándome miradas de desprecio. Rebeca me recomendó el bar como lugar de entretenimiento, en realidad era el único entretenimiento del pueblo, como buen español hice lo propio. Era un antro, o más bien un tugurio que apestaba a fermentación, los rayos de sol eran incapaces de penetrar a través de los sucios vidrios de las ventanas. Me senté frente a la barra, lo más cerca de la puerta para intentar librarme del repulsivo hedor que emanaba el establecimiento. Cuando mi vista se habituó a la penumbra me percaté de que había otro hombre al fondo de aquella especie de madriguera. Le pedí al camarero un whisky doble que terminó siendo un vino peleón, y al desconocido “lo que quiera”. El camarero me advirtió que aquel hombre, agazapado junto a la pared, era Dionisio, el tonto del pueblo y que nunca tomaba nada, irónico llamándose así. Insistí en que igualmente me sirviera dos vinos.

Siempre me habían hecho gracia los tontos de pueblo, pero nunca había tenido la oportunidad de tratar con alguno, así que me acerqué con un vaso en cada mano y mi mejor sonrisa de oreja a oreja. Me presenté formalmente con la gracia que siempre me ha caracterizado para las relaciones públicas, y lo incité a beber.

-No bebo cosa- dijo con su voz de tonto -la mia Mai no me dixa.- Añadió, entendiendo yo que su madre no le permitía beber.

-Entonces no tendrás ningún inconveniente en que me lo trinque yo ¿verdad?- Pude ver cómo se le caía la baba conforme disminuía el contenido del sucio vaso. -¿Que haces en el bar si no bebes, Dionisio?- Le pregunté al coaccionado abstemio mientras me encendía un cigarro.

- Mai me dizió que asperase astí, que ye fendo faena, lugo me'n boi con Mai a misa, Güei entierran al Tío Tinajo, pero ixo rai[1], porque se lebantará como los otros.- En aquel momento me parecieron las palabras mas tontas que había escuchado jamás, por desgracia he aprendido demasiado tarde que en ocasiones, los locos dicen certezas por muy descabelladas que parezcan.

-No digas fatezas[2] Dionisio, vas a asustar al forastero.- replicó el camarero, pero sin dejar que terminara de hablar Dionisio se levantó de sopetón.

-¡Ye l'ora! ¡Au!- gritó antes de marchar a toda prisa.

-Es una pena lo d'este mozé.- Comentó apenado el camarero. Me limité a tirar dos pesetas encima de la barra y marcharme sin decir nada.

Al salir a la calle las campanas tocaban lánguidas y lastimeras, allí le llaman tocar a muerto, en éste caso era por el entierro del llamado tío Tinajo. Aproveché el evento para ver la iglesia por dentro, movido meramente por el interés artístico. Era una iglesia agradable pero sencilla, con un enorme retablo barroco que desentonaba en el conjunto del edificio.

Volví a comer a casa de Rebeca, la mujer me esperaba con un colmado plato de judías con tocino, bien de tocino, y un enorme jarrete de ternera asado en el hogar. Cruzamos algunas palabras sin importancia, comentarios sobre el tiempo, memorandum a la sencilla vida del tío Tinajo y algunas alusiones a la fugacidad de la vida, pero no mucho más ya que Rebeca permanecía concentrada en remendar una rodilla vieja.

Después de varias cabezadas al calor de las brasas, le di vuelta al coche de nuevo y disfruté de un agradable atardecer en el monte. Ya puesto el sol volví a mi temporal cubil para toparme con una cena compuesta de longaniza, chorizo y demás productos porcinos a la brasa, queso y pan de postre. Comenté a Rebeca que había pensado en darme un paseo nocturno por el pueblo, la vieja intentó disuadirme vanamente advirtiendo sobre los peligros que acechan en la oscuridad del monte, los lobos, osos y demás variopintas bestias. Aún tenía el estómago llego y ya estaba paseando.

Me recorrí todas las calles del pueblo sin excepción, maravillándome con la luz de la luna llena en cada rincón y detalle, viendo los antiguos escudos de caballería que yacían grabados sobre los umbrales de las casas, reliquias de la lejana edad media. Admiré los enrevesados motivos tallados, generalmente de madera, en los quicios de las ventanas. Cuando quise darme cuenta estaba andando por el vía crucis, a través de un angosto valle que desembocaba en una modesta ermita, veladora del ciclópeo cementerio del pueblo. A lo lejos vi un pequeño farol de aceite mecido por el viento sobre la imagen de una virgen. Se me antojó pasear por el camposanto pensando que hallaría uno de los lugares con más paz de España entera, nada más lejos de la realidad.

Hasta que no me situé frente a la puerta no advertí un pequeño pero saltón detalle, tan fuera de lugar como el propio cementerio con su desproporcionado tamaño y antiquísimas criptas. Había una luz, una luz flotando, a veces azulada, a veces tornaba hacia verdosa. Yo que soy hombre de ciudad y el miedo a lo desconocido es muy antiguo en el ser humano vacilé durante unos segundos, mi respiración se entrecortaba al observar aquel extraño fenómeno, pero llegué a la conclusión de que se trataba de uno de esos fuegos fatuos de los que había oído se aparecían en los cementerios sobre los nichos recientes, nunca había visto uno, así que la misma curiosidad que mató al gato me incitó a echarle un par de huevos e ir a husmear en los secretos de la muerte. Empujé la verja, abrió con un estridente chirrido que tornó confusos mis sentidos por unos segundos, cuando volví a mirar el fuego fatuo había desaparecido.

Osado como siempre lo he sido, descolgué el farol de la ermita y me adentré entre las desconchadas lápidas. Me acerqué hasta más o menos donde había visto la fantasmal combustión. El penetrante hedor a muerte y tierra removida infestaba el suelo sagrado del cementerio. Era una tumba reciente a nombre de Mariano Dómine.

Me pareció escuchar algún animal noctámbulo moverse entre la maleza, pero sólo era el viento, el mismo viento que apagó el destartalado farol. El mismo viento que acarició mi nuca y erizó mi vello. El mismo viento que agitó violentamente la verja de la entrada. El mismo viento que hizo gemir un sarcófago que se abría... no, eso no era el viento. Antes de lo que canta un gallo, había lanzado el farol por los aires, arrojado mi carisma por los suelos y corría despavorido cual puta parisina. A una distancia prudencial tomé aliento, y con una carcajada histérica me mofé de mi ridícula reacción.

En ese momento habría jurado que era un muerto levantándose, claramente me había dejado sugestionar por las palabras del tonto Dionisio. Una vez recuperado el aliento retomé la marcha a paso ligero, para tampoco tentar a la suerte. Cuando llegué a la entrada del pueblo pude escuchar en la lejanía el motor de la camioneta de transporte marchándose dirección Pamplona. Cuando me tumbé en el catre estaba demasiado excitado, gracias al susto y la carrera, como para poder pegar ojo, sumado a la desagradable sensación de que algo me había seguido hasta la casa, pero el agotamiento terminó venciendo a la paranoia persecutoria y me dormí.



[1] ixo rai (fabla aragonesa): da igual / no pasa nada

[2] Fatezas (fabla aragonesa): tonterías



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Día 3

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