El
humo de mi pipa dibuja sinuosas formas antes de entrar en casa
arrastrado por la leve brisa, de fondo, el fugaz Jim Morrison le
canta al fin. Me planteo servirme un dulce bourbon, pero una buena
amiga me explicó que la solución a los problemas no está en el
reflejo del contenido de un vaso. Miro hacia el horizonte, o al menos
donde se supone que estaría quitando el basto mar de tejados
anaranjados y fachadas encaladas. Mesándome la barba una enorme
bocanada de humo salta al vacío y pienso:
“La
vida, una esencia intangible y translúcida apenas percibible que se
disuelve en la inmensidad, humo que es arrastrado por la más leve
corriente a un lugar donde seguramente no desearía estar. Caladas a
un tabaco barato que nunca será recordado, quizá deje un sabor de
boca decente durante un rato, pero poco más.”
Miro
hacia abajo, indignado, mi inmersión en el mundo interior ha
conseguido que me haya olvidado otorgarle al calor de la cazoleta el
oxígeno que necesitaba para sobrevivir, como consecuencia, un sabor
desagradable. Inconformista por naturaleza, cojo otra cerilla,
pipando con paciencia y prensándola despacio, “Mejor”
pienso, “espero que ésta vez aguante un poco más. Pensar en el
humo está bien, mientras no nos olvidemos de lo que estábamos
haciendo.” Miro de nuevo hacia mi imaginario horizonte, luego
al trozo de madera que sujeto en la mano “Al fin o al cabo, ¿que
otro sentido tiene fumarse una pipa si no es para disfrutarla? Aunque
dentro de un rato el tabaco no sea más que unas pocas cenizas.” Le doy
otra calada, honda, expulsando el humo tan deprisa que desaparece
como si nunca hubiera existido, saboreo: “No es el humo lo que
importa”.