jueves, 5 de noviembre de 2009

Alfontín y Jomilar

Éste relato de fantasía es uno de los cinco finalistas del primer concurso de relatos fantásticos por la Asociación Cultural Dado De Dragón de Zaragoza.
Se puede encontrar tanto su página web como el resto de relatos participantes en el siguiente link:
Dado de Dragón
Alfontín y Jomilar

La encorvada y encapuchada figura avanzaba a duras penas entre las sórdidas columnas de mármol blanco, centenarias observadoras del tiempo que vigilaban impasibles la sala del trono desde hacía numerosas generaciones. El rey Zoctor observaba al tambaleante personaje desde su trono de oro macizo y rojos rubíes, no muy agradado de que un harapiento caminante manchara de tierra la alfombra de terciopelo de Taribú, el mejor terciopelo del reino, que se extendía desde el enorme portón de oscuro roble hasta los pies del monarca. Uno de los guardias armados que escoltaban al viajero se adelantó.
-¡Su majestad!- exclamó -El monje de nombre Emicio del Monasterio del Acantilado pide audiencia.
-¿Audiencia dices?- preguntó el monarca -¿Para que quiere éste religioso audiencia?- Las regias palabras hacían que el soldado titubeara como la llama de una vela expuesta al viento -Dice traer un importante mensaje para su majestad.- El sumo gobernante, claramente disgustado murmuró entre dientes inaudibles palabras, el príncipe Etos, hijo de la tercera esposa del rey, miró perspicaz a su padre, era ya sabedor de la mala sangre que corría por las venas de su progenitor, ya que en numerosas y públicas ocasiones alardeaba el hecho de haber mandado a sus dos primeras esposas a la horca, culpadas de no engendrar un hijo varón.
-Tenéis derecho para hablar, monje.- Con dos palmadas del rey los soldados marcharon a paso ligero.
El monje Emicio avanzó varios pasos mientras se bajaba la polvorienta capucha, se hincó de rodillas en la roja alfombra y extendió los brazos hacia el cielo, que quedaron desnudos cuando se bajaron por su propio peso las holgadas mangas de la sotana.
-¡Gracias por otorgarme privilegio tal, mi señor!- Zoctor, complacido por la servidumbre se levantó del ostentoso trono y posó la yema de sus dedos sobre la pelada coronilla del monje. -Está bien, dime, súbdito mío y del Señor, cual es la importante noticia que ante mi presencia te trae.- Apartó su enjoyada mano con una leve caricia para volver a sentarse en el deslumbrante trono. El monje levantó la cabeza lentamente para mirar a su rey a los ojos. –Señor mío, vengo corriendo desde el Monasterio del Acantilado, ayer, cuando se ponía el sol, ¡Fuimos atacados! ¡Atacados mi señor!
-Baja la voz, Emicio, ¿no querrás que lo oigan hasta en los reinos vecinos?- comentó jocoso el rey.
-Disculpad mi señor, es gran excitación la que traigo.
-Pero, explícame lo ocurrido, monje, prosigue con tu historia.
-Como os decía mi señor, la jornada de ayer, cuando el fin del día se cernía sobre nosotros, no era la única oscuridad la noche que ennegrece el cielo, si no que una sombra mucho peor se ocultaba entre barrancos y matorrales, invisibles a nuestros ojos, que rezábamos al Gran Señor para despedirlo mientras desaparecía entre las brumas del horizonte.
-Pero... ¿Cómo? ¿Quienes os atacaron?- Preguntó el rey Zoctor impaciente.
-Del barranco norte salieron, desde el río, subieron por el sendero que de éste nace, guarecidos por la altura de los muros, pero delatados por el gran estrépito que armaron poco antes de entrar, nos asaltaron durante nuestros rezos, herejes mi señor, ¡herejes armados con espadas!-.
El rey se rascaba desquiciado el mentón. –Esquiváis mis preguntas, monje, ¡¿Quien os atacó?!-
El religioso ignoró la pregunta del rey mientras hurgaba entre sus propios recuerdos.
-Irrumpieron en el claustro, mi señor, ¡irrumpieron en el claustro con filos en alto y promesas de muerte!
-¡¿Que pasó?! ¡¿Como huiste cuando murieron todos?! ¡¿Quienes eran los atacantes?! ¡¡¡Contestad!!!- El rugido de Zoctor, casi presa de la demencia, retumbó en la enorme sala de mármol, Emicio y el príncipe Etos se sobresaltaron del repentino exaltamiento, el heredero al trono carraspeó mientras retomaba la compostura, el monje Emicio, después de casi perder el poco equilibrio que conservaba por la falta de fuerzas, tomó aliento lentamente para calmar su asustado espíritu.
-Dais muchas cosas por supuestas, mi amado señor, sobrevivimos todos los hermanos...
-¿Que todos sobrevivisteis? ¡¿Como que todos sobrevivisteis?! Monjes indefensos, ineptos en el arte de blandir la espada ¡más os vale poner fin a esta farsa o sufriréis mi ira!
-No mi señor, apelo a vuestra piedad, escuchad el resto de mi relato antes de juzgarme erróneamente.- El aterrorizado monje juntó sus manos para rogar al bravo rey.
-¡Proseguid! y espero por tu bien que todo esto sea cierto o morirás en la horca a medio día.
-Gracias mi noble rey por otorgar a tu humilde siervo la oportunidad de conservar su vida una segunda vez, pues cuando nos hallábamos sobresaltados por los despiadados asaltantes... ¡Un ángel bajó del cielo, mi señor! ¡Un ángel de luz enviado por el mismo Dios!
-¡¿Un ángel?!- Exclamaron rey y príncipe por igual.
-Si mi señor, un ángel, un ángel del cielo.- Las palabras del devoto monje se llenaban de gozo y fervor en partes iguales, Zoctor dejó de dudar sobre la veracidad de las palabras del religioso, pero con mayor asombro miraba boquiabierto al jubiloso monje.
-El salvador era de luz, pura como la inocencia de un niño recién nacido, fuerte como el vigor de un hombre adulto, cálida como los rayos de nuestro señor que en el cielo brilla...
-¡Explica ya como acontecieron los hechos, monje! ¡Estoy empezando a cansarme de tu retórica!- El rey, enfadado, golpeó uno de los brazos del trono con gran fuerza haciendo dar otro respingo a los presentes.
-Mi señor, el ángel se abalanzó sobre los intrusos.
-¿Que pasó con ellos? ¡¿Qué?!
-¡Desaparecieron! mi señor, uno por uno conforme el ángel los tocaba con su bendita luz, ¡Como si nunca hubieran existido!
-¡Como que desaparecieron! ¡Eso es imposible!- Zoctor se aferraba con ambas manos al los brazos del trono, una gota de roja sangre azul se deslizó hasta el suelo por el dorado metal desde uno de los rubíes que se clavaba en la palma de la mano del monarca.
-Desaparecieron señor mío, dejaron de estar donde estaban, como si nunca hubieran estado allí.
-¿No quedó ni una espada, una insignia, un miserable mechón de pelo?- Preguntó inquisitorio el rey.
-No mi señor, nada, ni una mota de insignificante polvo, mi corazón dice que vuestra grandeza entenderá el milagro de una intervención divina.
-Ni polvo dices... ¡Mientes con vileza!
-¡No mi señor, piedad!- dijo el monje mientras se derrumbaba sobre sus rodillas.
-Veríais al menos sus caras, algún distintivo, seña o estandarte que hablaran de sus procedencias.- Zoctor cogió la mandíbula del atemorizado Emicio.
-Nada vimos más que oscuridad y penumbra, luz y resplandor cuando el sagrado ángel apareció para salvarnos, señor mío, tened piedad de éste religioso...- Las palabras del monje tornaban en incoherentes balbuceos suplicantes.
-Marcha ahora pues, antes que mi decisión torne grotesca.- El monje, desconcertado, levantó sus sotanas y salió corriendo como criatura que los inframundos llevan.
Con el estruendo de la gruesa puerta al cerrarse se hizo el silencio en la enorme sala de mármol, el príncipe Etos se volvió hacia su colérico padre.
-Harto sabéis que no mentía, lo veo en vuestros ojos, pero no alcanzo a comprender tal desproporcionada ira...- Zoctor se levantó mientras se recolocaba la capa. –Ven conmigo, hijo mío, pues hoy vas a aprender una de las dos lecciones mas importantes para ser rey.- Padre e hijo caminaron hacia una pequeña puerta en el lateral sur de la sala, un soldado la abrió para permitir el paso a ambas eminencias.
El ostentoso jardín se extendía hasta una lejana tapia cubierta de hiedra, numerosos pavos reales correteaban plácidamente entre frondosos rosales, estilizados lirios e inmaculadas calas, Zoctor continuó guiando a su hijo a través de ancianos arcos de piedra adornados por hierbas trepadoras como guirnaldas, hasta una jaula de herrumbrosos barrotes.
-Ya hemos llegado, hijo.
-¿Las perreras? ¿Para qué me traéis a las perreras, padre?
-Te pierde la impaciencia, Etos, siempre te ha perdido, acércate a los barrotes, hijo, acércate hasta poder tocarlos.- Etos miró confuso a su padre, pero obedeció sumisamente su orden, Zoctor era severo con las insurrecciones, en cierta ocasión condenó a un batallón entero a pudrirse en las mazmorras del castillo tras un fracasado intento de sublevación, no estaban dispuestos a luchar en una batalla que se sabía perdida tiempo antes de librarla, una maniobra estratégica que poco le importaba al rey las vidas de esos miserables hombres, combatieran o no, pero el ejemplar castigo sirvió para infundir en las tropas una disciplina inigualable por ningún reino cercano, el propio rey Zoctor se sentía orgulloso de la rectitud de sus soldados después de la atroz decisión de torturar a sus propios hombres. Etos, pese a ser el príncipe prefería no tentar a su suerte.
El futuro gobernante se acercó cauteloso al oscuro rincón del patio, nada que ver con el vivo y primaveral jardín que había dejado atrás, aquí centenarios y altos pinos dejaban filtrar contados rayos de sol sobre el suelo cubierto de secas hojas puntiagudas como alfileres, que crujían bajo los pies de Etos, estremecidas por el recuerdo de su perdida juventud mecida al viento. El príncipe llegó hasta los ásperos barrotes, a penas se definían dos borrosas siluetas bajo un tosco cobertizo para animales, unos blancos colmillos se dibujaron en la oscuridad, y antes de que el futuro monarca pudiera a penas reaccionar, dos enormes cánidos, negros como el carbón, con ojos llameantes de rabia como hogueras en una noche sin luna, saltaron sobre el joven Etos con la única intención de destrozarlo a mordiscos. Afortunadamente los gruesos barrotes se interponían entre el príncipe y su horroroso final, éste, sobresaltado por el semejante susto cayó de espaldas al suelo, y de milagro no desfalleció en el instante. Zoctor se acercó hasta su hijo riéndose a carcajada suelta mientras el príncipe permanecía sentado en el suelo. –Cuidado Etos, que te comen.- Dijo el rey entre carcajadas.
-Muy gracioso padre...- Respondió Etos claramente enojado.
-Cuida tus modos, niño, y levántate.- Increpó el gobernante. Etos se levantó aún tembloroso mientras se limpiaba babas de perro de la cara con el reverso de una de las mangas de la camisa. Zoctor se acercó hasta los barrotes para comprobar que se habían doblado tras la acometida de las enormes bestias, que comenzaron a ladrad presas de una locura descabellada al advertir la presencia del rey. –Te habrían devorado vivo de no ser por éstas duras barras de hierro, llevo días sin alimentarlos.- Etos, blanco como el hueso, guardó silencio. El soberano chasqueó los dedos y rápidamente varios siervos, utilizando palos y cuerdas sujetaron a los perros mientras otro con una enorme plancha metálica dividía la jaula en dos partes, quedando así un perro en cada uno de los nuevos habitáculos.
-Coge uno de esos palos largos que hay ahí apoyados, hijo.
-¿Que pretendéis padre?
-No me discutas y obedece.- Respondió ceñudo el rey, Etos obedeció al instante, se acercó hasta las largas varas y agarró una con ambas manos.
-¿Y ahora qué? padre.- Dijo Etos desafiante.
-Ahora, hijo, pincha a uno de los canes.- Respondió Zoctor imperativo.
Etos apretó con fuerza el palo y se acercó al perro que había quedado a la derecha de la improvisada separación, introdujo la pica de madera entre los barrotes y tomó unos segundos para apuntar al can, que daba vueltas en su reducido habitáculo, Etos lanzó la primera punzada que se clavó sobre la lomera del animal, la pobre bestia profirió un desagradable gemido de dolor, el príncipe enlazó varias estocadas más, ninguna mortal, por lo menos a corto plazo, el perro se enfurecía con cada nuevo ataque, sus ojos, inyectados en sangre, parecía estar a punte de saltar de las órbitas.
-Es suficiente Etos.- Interrumpió el rey divertido con el espectáculo, Etos retiró el palo.
-Ahora acércate más a los barrotes, hijo mío.- El príncipe miró confuso a su padre, Etos dio una zancada hacia delante mientras con una señal del rey el fornido sirviente retiró la pesada plancha de hierro, en el mismo instante que ambos canes establecieron contacto visual, el animal que Etos había enfurecido se lanzó brutalmente sobre el cuello de su compañero de celda. La sangre caliente del animal bañó el suelo, los barrotes y al príncipe, que dio un salto hacia atrás y comenzó a experimentar unas horrorosas nauseas, Zoctor, al ver a su hijo cubierto por la sangre del can y presa de las convulsiones previas a expulsar violentamente el almuerzo, cayó al suelo doblado de la risa.
Cuando rey y príncipe se recuperaron de sus respectivas indisposiciones, Zoctor aún entre risas se acercó a su horrorizado hijo. –Descuida Etos, tarde o temprano te acostumbrarás al sabor de la sangre recién derramada.- El príncipe se limpiaba los ojos manchados por el rojo fluido vital –No ha tenido gracia, padre.- Zoctor hizo caso omiso del comentario de su hijo.
-Espero Etos que hayas aprendido la valiosa lección.
-Tratáis el odio que os tiene el pueblo hacia si mismo, ¿me equivoco, padre?
-Dos ejemplos has tenido para aprenderlo.
-¿Insinuáis, padre, que vos mandasteis atacar el monasterio del acantilado?
-Volvamos a palacio, Etos.- Ambos comenzaron a andar pausadamente bajo los arcaicos arcos de piedra de vuelta hacia la sala real.
-Deduzco pues- rompió el silencio Etos volviéndose hacia su padre –que habíais premeditado detenidamente el ataque para enemistar a los pueblos del reino.
-Deducís bien, hijo, proseguid.
-Es de buen saber,- El príncipe tomó unos segundos para elegir sus palabras antes de hablar –que los venerables monjes intercambian sus bebidas espirituosas por provisiones y otros bienes varios con los aldeanos del pueblo cercano, Jomilar.
-Vais bien encaminado, Etos.
-Un licor exquisito si me permitís el comentario, padre.- El rey asintió. -Jomilar- prosiguió Etos –se encuentra hacia el este del monasterio, cruzando el rió Irum por el vado de la arboleda de San Pictos.
-Bien conoces las tierras que en un futuro te deberían pertenecer.
-¿Que insinuáis padre? ¿Ponéis en entredicho mi futuro reinado?
-Solo es una forma de expresión, hijo mío, nunca se sabe a ciencia cierta el porvenir, ni los adivinos mas experimentados pueden predecir el futuro con precisión, cito a tu tío abuelo, quien iba a ser el heredero del trono, pero de vuelta a palacio resultó asaltado por unos odiosos bandidos, y su padre, una semana después saltó desde la torre del homenaje, víctima de la pena que sufría por la pérdida de su primogénito, así tomó la corona tu abuelo, Jiromo II, aunque fue una lástima que su reinado fuera tan breve...- La retórica del rey tornaba siniestra cuanto más decía, Etos miró de soslayo a Zoctor para descubrir una disimulada sonrisa en su cara.
-Mil gracias sean por la lección de historia, padre, ha sido... iluminadora.- El príncipe tomó aire y continuó hablando. –El otro pueblo más cercano al monasterio es Alfontín, al oeste del sacro edificio, siguiendo el pié del propio acantilado, lindante con los vastos campos de cereales que se extienden amarillos y ondulantes por el viento en ésta época del año; los aldeanos de Alfontín no comercian con los monjes, ya que fabrican su propio licor y orgullosos de ello se niegan probar otro que no sea el que sus alambiques destilan, aunque después de haber bebido el burdo brebaje, puedo afirmar que sólo se trata de orgullosa envidia; concluyendo ya, padre, ¿habéis sido capaz de pagar mercenarios de Alfontín para que atacaran el monasterio?
-Mercenarios no, hijo, burdos campesinos, pobres como ratas, ruidosos cuales urracas, torpes y sucios como asquerosos cerdos, como de costumbre envié a Fates para contratarlos, con suficiente dinero como para comprar hasta sus lenguas.
Pero padre, vuestro plan no es preciso, una vez muertos los monjes, los atacantes habrían quedado en el más oscuro anonimato, ¿de que hubiera servido la matanza?
-Todavía no cavilas como habrías de hacerlo, hijo.- Dijo el rey dando golpecitos con los nudillos en la cabeza de Etos.- Dos días después, mis espías habrían hecho correr el rumor de que fueron campesinos, aprovechando el revuelo levantado, el siguiente movimiento habría sido enviar al ejercito para la ocupación de los tres poblados principales de Antacón.
-Alfontín, Jomilar y Zemirie.- Interrumpió el príncipe.
-Si, tras la ocupación militar, mis ajusticiadores encontrarían milagrosamente a los culpables, y acusados del horroroso asesinato de hombres de paz habrían sido ahorcados al medio día en la puerta del palacio, para que plebeyos de todos los rincones del reino pudieran venir a ver su espantosa muerte.
-Sois maquiavélico y retorcido, padre.
-Gracias hijo, pero evita los halagos.- Dijo el rey sonriente. –El rumor se habría extendido rápidamente por todo Antacón, y poco hubieran tardado en suscitarse los odios entre Alfontín y Jomilar.
-¿Y si hubiera estallado la guerra, padre?
-Ello no hubiera ocurrido así, un rey debe conocer a la perfección los límites de sus súbditos, aunque admito que con dicha excusa habría mantenido a mis soldados tomando el control de las urbes, matando así dos aves con la misma flecha, y teniendo a los aldeanos ocupados en odiarse entre ellos, mi integridad personal dejaría de ser un problema.
-No puedo admitir que no sea un buen plan, padre.
-Lo es, lo he ideado yo, el rey.
-Estáis emborrachado con vuestro propio veneno, padre.
-Ata tu lengua Etos, o algún día la perderás, ya me canso de avisártelo.
Príncipe y rey guardaron silencio tras cruzar la pequeña puerta que comunicaba el verde jardín con la blanca sala real.
-¿Que vais a hacer ahora padre?
-Cállate niño.- Increpó Zoctor disgustado.
El rey se acercó a Fates, que permanecía sentado tras el pequeño escritorio al fondo de la sala, rodeado de papiros y polvorientos libros como era lo convencional.
-Fates, mi más fiel sirviente.- Dijo Zoctor.
-Su majestad, me honra tan ilustre figura.- Dijo Fates sobresaltado por la presencia del rey.
-Tranquilo, viejo escriba, hiciste bien tu trabajo, no fue culpa tuya tan odioso contratiempo.
-Gracias su majestad, sois benevolente.
-Te voy a encargar otro trabajo Fates, volverás a Alfontín, antes de ésta noche, llevarás el doble de oro que la vez pasada.
-Es mucho oro para unos miserables campesinos, su majestad.
-No discutas mis decisiones y simplemente acátalas.- Respondió furioso el rey. –Pero antes, mi querido amigo Fates, me organizarás un encuentro con los hechiceros que viven bajo el Lago de los Muertos, ahora.- Sin mediar palabra, Fates se levantó y salió presuroso en dirección a los establos, Zoctor sabía de antemano que cualquier tarea ordenada a Fates sería bien llevada a cabo.
Fates era el comodín en la baraja del rey, la vida del anciano escriba dejaría sin palabras a los aventureros más duchos. Durante sus tiempos mozos vivió como escolta de un importante noble, éste, un viejo huraño y apático, se encariñó con Fates ya que le recordaba al hijo perdido en la guerra de Lurda. Enseñó a Fates como leer y escribir, filosofía, literatura, danza, geometría y, en los susurros de palacio se habla que artes mágicas por igual. Cuando el adinerado anciano murió, fue él el heredero de toda su fortuna, ya que el viejo no tenía descendencia ni familia. Fates guardó la fortuna a buen recaudo y marchó a conocer reinos lejanos, muy lejanos, mas allá del mar de Sirem, tras las montañas de Piavis, donde muchos creían que acababa el mundo, y el dragón del destino devoraba a los que osan asomarse al borde, nada más lejos de la realidad. Diez años más tarde volvió a Antacón, su tierra madre, para recuperar la fortuna que había dejado escondida, los pocos que lo recordaban advirtieron los numerosos cambios que el viaje había producido sobre él; su carácter se había endurecido considerablemente, una cicatriz cruzaba su cara de arriba a abajo pasando por su párpado izquierdo, que nunca terminaba de abrirse, la marca llegaba hasta el labio superior, el cual había perdido movilidad cuando hablaba, aunque fuera hombre de muy escasas palabras. Sus brazos, fuertes y musculosos ahora lucían numerosos tatuajes, extrañas letras que nadie entendía o pudiera intentar leer. Colgado del cuello llevaba siempre un adorno en forma de minúscula daga curva, de un extraño metal iridiscente que algunos aldeanos afirmaban que brillaba en la oscuridad. Siempre llevaba colgada del cinturón una labrada pipa de hueso que usaba para fumar una hierva del color sangre, completamente desconocida para sus compatriotas botánicos; quien había olido el humo del extraño vegetal, decía no relacionarlo con nada conocido, y algunos incluso afirmaban que despertaba los recuerdos. Con su reclamado oro se embarcó en la empresa de la contratación de mercenarios y escoltas, en la que poseía cierta experiencia, un prolífero negocio que hizo aumentar tanto su estatus social como su bolsa. Entabló amistad con Zoctor años antes de su nombramiento como rey, y las malas lenguas dicen con esquivos susurros que fue Fates el artífice de que Jiromo II heredara el trono destinado a su hermano Étimio.
Escasas horas más tarde de la partida de Fates, llegaron a palacio los hechiceros, excéntricos individuos ataviados con extrañas túnicas y exóticos adornos arcanos. El rey se levantó de su dorado trono para recibir a los oscuros maestros de la magia.
-Bienvenidos a mi palacio, dueños de mágicos secretos.- Los cinco hechiceros no mentaron palabra alguna. Zoctor vedó a su hijo que lo siguiera, monarca y hechiceros desaparecieron bajo el negro umbral que conducía a una sala adyacente al habitáculo del trono. Etos, disgustado por la prohibición de presenciar la reunión esperó junto a la puerta. El tiempo se sucedió en silencio, la incertidumbre devoraba al joven príncipe, harto de esperar se acercó cuidadosamente a la puerta, una curiosidad felina se apoderó de él y comenzó a girar el poco de antigua forja con sumo cuidado para no proferir sonido alguno, pero antes de que pudiera terminar de girarlo, una brutal sacudida le penetró hasta el hueso, Etos se separó de la puerta de un respingo, a penas podía mover la mano y apretó los dientes para no gritar del horroroso dolor que le zigzagueaba hasta el cuello, se sentó frente a la puerta observando como varios hilos de humo blanco salían de su enrojecida e hinchada mano.
Durante largo rato todo permaneció en silencio, pero el mortuorio ambiente cesó en cuestión de segundos. Empezó como un leve susurro que se transformó en un cántico profano y monótono al que contestaban un coro de voces al unísono, cuando éstas lo hacían el suelo parecía vibrar. Un extraño olor comenzó a brotar del otro lado de la puerta, el ritmo del siniestro canto comenzó a acelerarse cada vez más hasta que se convirtió en un vertiginosos desenfreno, las exóticas palabras penetraban en la cabeza de Etos que parecía estar a punto de estallar en una masa sanguinolenta. El enfermizo canto paró de golpe, y durante unos segundos se produjo un sepulcral silencio, pero rápidamente, como un trueno, se escuchó un enorme estruendo, como si de montañas resquebrajándose se tratara, el ensordecedor ruido parecía que iba a tirar abajo el palacio entero, cuando el desproporcionado estrépito cesó, Etos pudo observar por la ranura que quedaba debajo de la puerta un resplandor anaranjado como si de las llamas del mismo infierno se tratara, acompañado por un coro de atroces lamentos de ultratumba, volvió a temblar el suelo algo menos escandalosamente y la ranura de debajo de la puerta dejó de brillar.
Una nueva voz resonó dentro de la sala, una voz profunda, oscura, retumbaba como si hablara desde el foso más hondo y húmedo del reino. Etos temblaba de puro pavor, y rezaba al Misericordioso Dios para que su padre no hubiera hecho lo que ya era obvio e inevitable. La siniestra voz hacía preguntas, inaudibles desde donde Etos escuchaba, y Zoctor contestada con gran respeto, poco después se abrió la puerta súbitamente.
Encabezando el grupo salió el rey, portando una desagradable y oscura expresión de victoria en su rostro, tras él, uno por uno salieron los cinco hechiceros, sus labios estaban cosidos y sus ojos, rojos como el cielo del atardecer, carecían de pupila u otra cosa que no fuera rojo bermellón , y por último, del umbral surgió el ser más abominable que una criatura terrenal haya podido observar, un ser de auténtica oscuridad, la maldad pura de los corazones que arden eternamente en el inframundo donde la Diosa Muerta De Una Sola Cara reina. La simple presencia del engendro demoníaco hacía que Etos careciera de fuerzas para moverse, paralizado no podía mas que mirar inundado por el terror más antiguo y visceral. La negra criatura carecía de cara, brazos, piernas e incluso forma definida, solo una masa difusa y fluctuante sobre si misma que flotaba sobre el suelo, pura oscuridad, pura maldad concentrada. La grave y cavernosa voz emergió de entras las cambiantes sombras
–Recuerda tu promesa, Zoctor.
-Si Azebak, que así sean mis deseos.- Contestó el rey, y la etérea negrura se deslizó suavemente por el suelo como si de una neblina mortal se tratara y se filtró por las ranuras del portón principal.
El atardecer se cernía cada vez más sobre el reino de Antacón, pero la venidera noche amenazaba con algo más que los comunes peligros nocturnos. Esa noche todos los bebés del reino lloraron inusualmente, la leche se cortó dentro de sus tinajas, numerosas cabezas de ganado murieron inexplicablemente, cosechas enteras se echaron a perder, fallecieron más ancianos que en el resto del año entero y todos, absolutamente todos los perros del reino ladraron al unísono presas de una locura descabellada, pero lo más extraño sin duda fueron las numerosas explosiones como si de rayos se tratara, seguidas por grotescos truenos, a excepción de que el cielo estaba completamente despejado.
Zoctor y Etos pasaron toda la noche en vela, la tensión era demasiada como para ni siquiera intentar dormir. Fates estaba se hallaba desaparecido, pues no había vuelto a palacio como era lo convencional después de los recados del rey. Comenzó a amanecer, lentamente, el Dios Sol parecía ligeramente apagado, como si estuviera triste o falto de algo importante, sus rayos, que engendraban la vida encima de su esposa, la Madre Tierra, habían perdido fuerza.
No tardó en llegar al enorme portón una figura encapuchada, gritaba desesperadamente, sus túnicas lucían desgarros y manchas de sangre, a torpes zancadas llegó hasta el trono y justo unos metros antes de llegar al regio asiento tropezó consigo mismo y cayó de morros junto al monarca, el monje se aferró a los pies de éste con sus ensangrentadas manos, oscurecidas por el polvo del camino mezclado con el rojo y reseco fluido, levantó la mirada, el rey lo miró impasible y con un grotesco tono burlón dijo –Vaya... Emicio, ¿que te ha ocurrido? Parece que hayas visto un demonio.
El monje, con los ojos hinchados intentó vanamente articular algunas palabras.
-Cálmate Emicio, me es imposible entenderte.- Dijo el rey al moribundo monje. Los sonidos brotaron de la garganta de Emicio, un llanto, rasgado y borboteante que se asemejaban más a un gemido gutural que a una voz humana.
-¡Muertos! ¡Todos! ¡El Demonio! ¡Alfontín!- Emicio llevado por su último suspiro apretó con fuerza los pies de Zoctor, clavándole una última y desesperada mirada. El rey, enormemente repulsado apartó el cadáver del monje de una brutal patada y se levantó para hablarle a la corte.
-¡Todos lo habéis oído antes de que éste buen hombre muriera, ciudadanos de Alfontín han atacado el monasterio del acantilado! ¡Ahora todos fuera de la sala del trono!- La totalidad e los sirvientes obedecieron al instante quedando solo Zoctor y Etos.
-Sígueme hijo.- Dijo Zoctor, Etos lo siguió callado. Entraron a la sala de la invocación, situándose de espaldas a la puerta. Un círculo con desconcertantes símbolos arcanos brillaban en el suelo, dibujados con sangre, los cinco hechiceros permanecían de pié rodeando el sello, con las bocas cosidas como la última vez que los había visto Etos. Una bruma negra comenzó a formarse dentro del círculo, parecía brotar de las delgadas líneas rojas y entre las ranuras de las planchas de mármol del suelo, poco a poco se fue formando la figura informe de Azebak, Zoctor sonrió complacido, la negra y maliciosa voz surgió del difuso ser.
-Paga tu promesa, Zoctor.
-Sí Azebak.- Contestó Zoctor volviéndose hacia su hijo, portando en su cara la maquiavélica sonrisa del que se ha salido con la suya cogió a su hijo del brazo, Etos lo miró asustado.
-¿Que pretendéis padre?
-Hoy, hijo mío, aprenderás la segunda enseñanza para ser un buen rey.
-Me asustáis.- Dijo el joven príncipe completamente desolado.
-Recuerda éstas palabras Etos, no te fíes ni de tu padre.- Con esa frase Zoctor dio un empujón a su hijo y acto seguido, dos serpentinas extremidades procedentes del demoníaco ser envolvieron al príncipe que gritaba agonizante siendo devorado por el eterno y oscuro olvido.
El soberano rió a carcajadas, pero su diversión no duró mucho, los cinco hechiceros se derrumbaron sobre si mismos y una daga curva, de un extraño metal iridiscente apareció delante del cuello de Zoctor, el rey, antes de morir degollado pudo reconocer en las últimas palabras que escuchó la voz del que otrora fue su hombre de confianza –Vos no aprendisteis esa lección, Majestad.

1 comentarios:

Violeta dijo...

Enhorabuena por quedar finalista!!!
No me extraña, es un relato muy bueno... Digno de un cortometraje. Me gustaría ver un rodaje de al menos la última parte de la historia... La puedo ver en mi mente ahora mismo, y queda genial!
Un poco tétrico a veces, pero reconozco que tiene mucho mérito.
Una vez más, enhorabuena!

Publicar un comentario