sábado, 17 de septiembre de 2011

Mi pipa.


El humo de mi pipa dibuja sinuosas formas antes de entrar en casa arrastrado por la leve brisa, de fondo, el fugaz Jim Morrison le canta al fin. Me planteo servirme un dulce bourbon, pero una buena amiga me explicó que la solución a los problemas no está en el reflejo del contenido de un vaso. Miro hacia el horizonte, o al menos donde se supone que estaría quitando el basto mar de tejados anaranjados y fachadas encaladas. Mesándome la barba una enorme bocanada de humo salta al vacío y pienso:
La vida, una esencia intangible y translúcida apenas percibible que se disuelve en la inmensidad, humo que es arrastrado por la más leve corriente a un lugar donde seguramente no desearía estar. Caladas a un tabaco barato que nunca será recordado, quizá deje un sabor de boca decente durante un rato, pero poco más.”
Miro hacia abajo, indignado, mi inmersión en el mundo interior ha conseguido que me haya olvidado otorgarle al calor de la cazoleta el oxígeno que necesitaba para sobrevivir, como consecuencia, un sabor desagradable. Inconformista por naturaleza, cojo otra cerilla, pipando con paciencia y prensándola despacio, “Mejor” pienso, “espero que ésta vez aguante un poco más. Pensar en el humo está bien, mientras no nos olvidemos de lo que estábamos haciendo.” Miro de nuevo hacia mi imaginario horizonte, luego al trozo de madera que sujeto en la mano “Al fin o al cabo, ¿que otro sentido tiene fumarse una pipa si no es para disfrutarla? Aunque dentro de un rato el tabaco no sea más que unas pocas cenizas.” Le doy otra calada, honda, expulsando el humo tan deprisa que desaparece como si nunca hubiera existido, saboreo: “No es el humo lo que importa”.

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