martes, 1 de septiembre de 2009

Humo

Humo

A Gustavo Adolfo Bécquer.

A fin de cuentas me busco yo solo los problemas, y tras el paso de los años no aprendo de mis propios errores, pasada ya la cuarta década de mi vida continúo tropezando en la misma puntiaguda piedra que me clavo en el corazón al caer.

Estudié en el Trinity College, situado en la población de Cambridge, apoyado por la inmensa fortuna familiar, pero las vueltas del destino decidieron que inacabados mis estudios volviera a mi pequeña ciudad natal, Zaragoza, para sepultarme bajo la losa de un monótono puesto de contable en una empresa de fabricación de ballestas para vehículos a motor. Tenía un pequeño y carcomido escritorio en uno de los rincones de la sórdida nave industrial, estaba más que acostumbrado a los ruidos de herramientas y blasfemos juramentos de los obreros al otro lado de las finas paredes de contrachapado, que cruelmente me separaban aún más de la sociedad humana pero no de su estruendoso fragor. Aquella tarde el bullicio fuera de mi reclusión era inusualmente animado, estúpidas risotadas mezcladas con banales provocaciones llegaban grotescas hasta mis oídos, fue cuestión de tiempo que uno de los obreros, aún con las manos y el mono de trabajo manchados de grasa irrumpió dentro de mi pequeño habitáculo de trabajo portando un sucio trapo en la mano y una estúpida sonrisa en el rostro.

Levanté la mirada a través de mis circulares anteojos sin decir nada, me sonrió dejando ver su incompleta dentadura y con palabras similares a un rebuzno dijo -¡Carmelo! esta noche nos vamos a un burdel ¿te vienes con nosotros?- Quizá fue la promesa de volver a mi vacía casa donde solamente me esperaba un gato hambriento y soledad infinita, ó la amenaza de una noche de diversión placentera, pero acepté la morbosa invitación.

Acicalados ya los presentes montamos en el recién estrenado Ford T del gerente, eran pocos los coches que circulaban Zaragoza, y de no ser porque mi padre terminó sus días en la más absoluta ruina y miseria yo habría tenido otro de mi propiedad en vez de conformarme con las sobras de la suculenta comida que Jacinto, el dueño de Ballestas Márquez devoraba codicioso todos los días delante de mi, festín que yo mismo gestionaba y aún hacía crecer más mis hambrientos dientes.

No tardamos en llegar al ostentoso portal de rojas luces donde el amor femenino se pagaba por horas a precio de especias indias. El amor de alquiler nunca ha sido santo de mi devoción, así que tampoco sabía que misterios encontraría allí dentro, bajo el umbral donde un par de meretrices con voluptuosas ostentosidades en concordancia con el glamour del local hacían guardia para recibir a los visitantes. Mis compañeros iban joviales y con descaradas frases sugerían la venidera noche como lo que todo hombre ha nacido para hacer, yo en cambio no pude más que esbozar forzadas sonrisas cuando la conversación tornaba hacia mi persona.

Las exuberantes vigías recogieron nuestros abrigos y nos escoltaron a través de la oscura grieta hacia las profundidades del hogar del pecado. No quedaban escasos metros para el gran salón cuando entre bullicios y carcajadas se discernía la sensual voz de una cantante de Jazz y se percibía el sutil aroma a profesionales del placer. Se abrieron de par en par las puertas y ante nosotros se presentó un desmadre de alcohol, humo y mujeres, hombres trajeados enfundados en sus caras vestimentas flirteando con señoritas que fingían interés, aunque no les interesara más que lo que su monedero contenía; bailarinas ligeras de ropa animaban el ambiente mientras el alegre jazz coloreaba con sonoras notas sus pasos de baile; pizpiretas camareras portaban bandejas plagadas de los cócteles de moda en Brooklyn y New York que llevaban a los barrigudos huéspedes sentados en sus confortables sillones.

No era lugar para mi, repudiado por todo el horroroso espectáculo reposé el costado en el rincón mas oscuro del garito viendo como el gentío disfrutaba de su camino a la perdición, ahogado en mi propio temor oteaba a las guapas chicas mover con brío sus caderas de aquí para allá, y siguiendo el alegre caminar de una de ellas es como posé la mirada en la perla mas hermosa de todo el recinto.

Permanecía apoyada en la barra mirando a los presentes con aire de indiferencia y un desden propio de la nobleza de otro tiempo, su pelo negro se arremolinaba en un pomposo recogido que mi imaginación soltaba para enredarse entre sus sinuosos rizos; las delicadas curvas se escondían vergonzosas bajo los pliegues de su vestido; unas estilizadas piernas desembocaban en los pies de una diosa; era la misma afrodita que bajada del olimpo daba sensuales caladas a una larga boquilla negra, el humo ondulante del cigarrillo la rodeaba acariciándole el rostro y los senos para desaparecer en el olvido complacido por su osadía.

No sé que fuerza me llevo a aglutinar el poco valor que tenía y acercarme a ella, porque su blanca cara como la luna y sus rojos labios como el fuego del infierno en el que se hallaba me atemorizaban más de lo que me atraían, pero yo seguía andando con la cabeza gacha como la res que llevan al matadero hasta que me planté delante de la esbelta deidad. Le sonreí sin decir nada, ella me miró altiva de abajo a arriba y con otra calada a la boquilla derramó sugerentemente el caliente humo del cigarro por mi cara. El verbo se había trabado en mi garganta pues jamás me había hallado ante mujer de tales proporciones áureas, pero ella cansada de mi pasmo me dijo con dulce desprecio -¿Cuanto quieres cariño?- a lo que no pude más que responder –Una hora- mientras deseaba que fuese toda la eternidad.

Me cogió por la mano y me arrastró escaleras arriba montado en la nube sobre la que flotaba hasta una austera habitación. Se sentó sobre la cama con las piernas entrecruzadas mientras yo permanecía aturdido, temblando como una campanilla junto al marco de la puerta, le dio otra profunda e insinuante calada a la boquilla y mientras el humo se escapaba de entre sus labios preguntó -¿Que quieres hacer precioso?- su falta de pasión me helaba la sangre, junté mis sudorosas manos y con la voz temblorosa contesté a su pregunta –Solo... solo admirar tu belleza-. Me devolvió una desagradable mueca de incomprensión pero sumisa se bajó el tirante dejando al descubierto uno de sus hermosos pechos, me apresuré en frenar su ímpetu y adelantando mi mano como señal de espera exclamé -¡No! No es necesario, déjate la ropa, por favor-. Me miró confusa mientras el tirante recobraba su posición original, desagradada de no entender mi reacción, apuró una nueva calada y con media sonrisa en sus carnosos labios las palabras se cotizaron caras de nuevo -¿Tienes dinero para pagar?- Asentí, saqué un fajo de billetes y se los extendí hasta su delicada mano de musa; los contó tranquilamente y una vez hecho el que solía ser mi trabajo retomó la boquilla y tras una nueva honda calada se levantó soltando el denso humo, sus andares felinos me rodearon, su afilado dedo me acarició la barbilla y sus labios dijeron –Suerte- y en la habitación solo quedé yo y el humo que se desvanecía lentamente.

Pues a fin de cuentas yo solo me busco los problemas, y tras el paso de los años no aprendo de mis propios errores, que ya pasando la cuarta década de mi vida sigo enamorándome del humo.

5 comentarios:

Violeta dijo...

Apuesto a que al Grande Bécquer le habría encantado... Los sentimientos los has logrado plasmar muy bien!

Campanuca dijo...

esta muy bien sigue asi eres todo un poeta

Campanuca dijo...

pues me gusta mucho las leyendas y narraciones de Gustavo.
Aqui en humo lo has bordado, esta muy interesante
me gusta

Violeta dijo...

Lo acabo de volver a leer hoy, y me ha gustado incluso más que la primera vez que lo leí... Es genial... Es auténtico, melancólico, pasional, un lenguaje delicadamente escogido... Me encanta este relato...
Besazos

I. Guerrero dijo...

Gracias :), Aunque éste relato está pendiente de revisión, lo releí hace poco y no me gustó nada... De todas formas hay otros proyectos antes ;)

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